Hace 40 años se consumó el crimen contra la democracia chilena por parte de un grupo de conspiradores militares y civiles sobre los cuales se aupó Augusto Pinochet, un criminal que se erigió en el cabecilla de un régimen brutal, que practicó la prisión, la tortura y el asesinato como política sistemática para enfrentar a los opositores a la dictadura.
El golpe fue planeado no solo con la clara intención de tomar el poder por la fuerza, sino de matar al mayor número posible de opositores. Por eso, desde el primer día se dio la orden de matar y así se hizo de forma consistente y continua, y así prosiguió hasta el final, durante las casi dos décadas que aquel régimen infame se mantuvo en el poder.
Las víctimas se cuentan por miles de asesinados, desaparecidos, torturados y represaliados de muy distintas maneras. Decenas de miles se vieron obligados a abandonar su país para salvar la vida. La dictadura de Pinochet fue una de las más brutales que haya habido en América Latina.
Cientos de violadores de DDHH, militares y civiles han sido y siguen siendo procesados, y muchos de ellos han recibido sentencias ejemplares. De este modo, la democracia establece que el crimen debe ser sancionado y que no puede haber impunidad para el crimen cometido al amparo del poder político.
En estos días, precisamente, la Corte Suprema de Chile ha reconocido públicamente que no estuvo a la altura de su función durante la época de la dictadura y que no amparó a las víctimas como debía. Y la asociación de jueces ha perdido perdón al pueblo chileno.
40 años después del oprobioso golpe, Pinochet y sus secuaces están cada vez más al fondo del basurero de la historia del cual nunca saldrán para bien de la democracia. Y pensar que aquí algunos inefables suspiraban por un Pinochet peruano y hubo alguno que se hacía llamar Chinochet. Que no se queje si ahora está en la cárcel, pues es lo que sucede cuando se elige como modelo a un asesino.
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JAIME ESPEJO ARCE