La presentación del Proyecto de Ley N.° 2647/2013-CR que plantea establecer la “unión civil no matrimonial para personas del mismo sexo”, realizada la semana pasada por el congresista Carlos Bruce, como era de esperarse, motivó la iracunda reacción de los sectores más conservadores de nuestra sociedad.
La iniciativa legislativa, en esencia, propone otorgar a las parejas homosexuales diversos derechos hasta ahora reservados exclusivamente a los parejas heterosexuales casadas o cuya unión de hecho (concubinato) haya sido reconocida: herencia, seguridad social, pensiones, entre otros. Sin embargo, de manera expresa precisa que no se trata de un contrato matrimonial.
El cardenal Juan Luis Cipriani fue de los primeros en disparar contra el proyecto de ley y, de pasadita, contra su autor (al pretender descalificarlo insinuando su supuesta homosexualidad, lo que resulta una falacia ad hominen que uno no esperaría del alto jerarca de la Iglesia), utilizando para ello la privilegiada tribuna (o trinchera) que tiene en su programa Diálogo de Fe de RPP.
Sobre la iniciativa manifestó que “es parte de una vieja estrategia que ya se ha dado en países como España, Italia y Francia, en que se empieza poniendo el zapato en la puerta con esta ley, y se acaba pidiendo el matrimonio entre los homosexuales”.
Suponemos que en un esfuerzo de tolerancia, el cardenal manifestó que “quien quiera tener su relación tiene el derecho civil para realizar contratos”. Sin embargo, precisó, “no es necesario hacer una caricatura del matrimonio para luego destrozarlo”.
Al respecto, me sumo a quienes aclaran que esta no es una discusión religiosa; que acá nadie está hablando del sacramento del matrimonio. Se trata de una discusión jurídica, de derechos civiles, de contratos legales, y las consideraciones de orden moral basadas en la fe o en dogmas religiosos deberían estar de lado.
Que la Iglesia no quiera aceptar el matrimonio religioso de personas del mismo sexo es su prerrogativa; pero que pretenda negar que el Estado reconozca derechos civiles a dichas personas, como los que componen la unión civil o el matrimonio civil igualitario, ya no lo es. Parafraseando al propio Jesucristo, y como nos lo recuerda Daniel Parodi, “al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”.
Debo precisar en este punto que soy católico (apostólico y romano) y casado, por civil y por la iglesia (de hecho, cronológicamente primero fue mi matrimonio religioso). Sin embargo, no me siento en absoluto afectado por el proyecto de ley; porque, así como soy católico, también soy ciudadano y creo firmemente en la estricta separación entre el Estado y la Iglesia. Y, que se sepa, el nuestro no es un Estado confesional sino un Estado laico.
Pasando a otra cuestión, no acierta el cardenal cuando sugiere que las parejas homosexuales pueden solucionar sus problemas celebrando un contrato civil. Por una sencilla razón, el contrato matrimonial genera una serie de derechos que le son exclusivos al matrimonio o, a lo más, pueden ser equiparados por la unión de hecho una vez que ha sido reconocida. Como señala Bruce respondiendo a Cipriani: “En el 100% de casos por demanda de herederos, los jueces priorizan los derechos de sucesión por encima de los contratos civiles. Estos acuerdos tampoco garantizan un seguro social ni los derechos de heredar una pensión o de decidir sobre procedimientos quirúrgicos”.
Hasta acá, la reacción que generaría la “Ley Bruce” era más o menos esperable. Lo que no era tan previsible, sin embargo, es que dicha propuesta fuera también atacada, casi con la misma vehemencia, por algunos sectores que luchan por los derechos de las personas de orientación sexual diversa, quienes se han expresado señalando algo así como que lo que debe aprobarse es el “matrimonio igualitario o nada”.
En un evidente respaldo a la iniciativa de Bruce, el dirigente de izquierda Marco Arana publicó en su cuenta de Twitter la siguiente frase: “3) Garantizar el derecho a la unión civil de los, las ciudadanos de opción sexual diversa es fundamental. Si es ‘matrimonio’ debe debatirse.” Mediante ese tuit, Arana expresa con meridiana claridad su postura a favor del derecho de las personas homosexuales (“ciudadanos de opción sexual diversa” como dice eufemísticamente) a unirse civilmente tal como propone la “Ley Bruce”. Es más, lo cataloga como algo fundamental.
Sin embargo, la atingencia del ex sacerdote sobre la necesidad de debatir si a esa unión civil habría que denominarla “matrimonio” o no, generó en las redes sociales furibundos ataques de ciudadanos ubicados a la izquierda del espectro político que, a ratos, parecía que Arana era tan enemigo de la causa LGTB como el propio Cipriani.
Así, por ejemplo, la ciudadana que en el Facebook se hace llamar Jimena Ledgard (@jimedylan), en el muro de Carlos León Moya (@contracultural), opina lo siguiente:
“Para mí la cosa es sencilla. El matrimonio interracial estaba prohibido hace cincuenta años en muchos países. Si Arana se hubiese salido con la suya en ese contexto, hoy solo las personas de la misma “raza” podrían casarse, los que nos enamoramos de alguien más blanco o moreno solo podríamos acceder a una unión civil. Sí, así de idiota. El mensaje que eso hubiera mandado y lo que habría significado, es que la alianza entre personas de distinto color de piel pertenece a un orden distinto que el socialmente reconocido como matrimonio. Es una estupidez. Me parece bien que se avance con la unión civil, pero a lo que se debe apuntar es al matrimonio igualitario para todos y todas. De Bruce, entiendo. De Arana, que se computa líder de la izquierda nacional y que es uno de los rostros visibles del FAI es una pena, por no decir una vergüenza.”
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JAIME ESPEJO ARCE