He visto en estos días a Alejandro Toledo en algunas entrevistas, crispado pero frágil, disonante entre el gesto y la palabra, insatisfactorio en las explicaciones, saltando de una torturada metáfora a un masticadísimo cliché, de un fallido semblante severo a una fugaz sonrisa propiciatoria.
Por: Gustavo Gorriti
Toledo al ruedo significa que arrancó el piñata time. Desde su período presidencial quedó claro que atacar y golpear políticamente a Toledo era una actividad de riesgo cero. Por eso le dieron duro mientras fue presidente; le dieron con palo, como a Vallejo, pero sin poesía, como a piñata nomás.
Lo de estos días ha sido por ratos indignante y por otros entristecedor. Vimos a consumados forajidos dándoselas de savonarolas, sabiendo que todo era ganancia, pues los nudos en los que Toledo se amarraba a sí mismo no solo servían para escudar a malhechores con sobrepeso de fechorías, sino hasta para intentar que el gobierno más sistemáticamente corrupto en nuestra historia, el fujimorista, se presente como virtuoso, con derecho ya no solo de rogar sino de exigir el indulto.
Eso es lo indignante. Lo triste, para mí es recordar que Toledo, la piñata de hoy, fue en un momento decisivo la personificación de la lucha de un pueblo entero por la libertad. Su capacidad de convocar el entusiasmo y el fervor de las masas, alcanzó niveles que no he vuelto a ver desde esos tiempos –abril, mayo, junio, julio del años dos mil–. Que además lo hizo con una energía, entrega y entereza que fue crucial para convocar y dirigir las movilizaciones que terminaron con el fujimorato y nos llevaron a conquistar la democracia. Y a soñar que ella, la democracia, lograría cimentarse y fortalecerse sin las precariedades y peligros que la asediaron estos trece años.
Vine de Panamá para asesorar a Toledo en mayo del año dos mil. Yo era entonces director afiliado del diario La Prensa, cuando, a fines de abril, luego de una entrevista que le hice en Florida, el entonces arrollador candidato que se preparaba para una decisiva segunda vuelta contra Fujimori, me pidió que viniera al Perú como asesor de campaña.
"Los males menores en política salvan pero no suman. Y ahora, trece años después de esas horas de destino, el líder de entonces aparece como la piñata de hoy."
Fue la primera vez que dejé por un tiempo el periodismo y crucé la verja hacia la acción política partidaria. En circunstancias normales, no lo habría hecho, pero esa no era una pugna democrática sino la lucha contra una dictadura que ya había cubierto toda la década pasada e intentaba perpetuarse en el poder. Como periodista, yo me había enfrentado al fujimorato desde el momento mismo del golpe de 1992 (y a Montesinos mucho antes de eso), y tenía claro que el reportaje de investigación, el esfuerzo de revelación y denuncia, ya había logrado todo lo que podía lograr frente a un gobierno de crimen organizado.
En una dictadura, la relación entre prensa y poder no debe ser adversaria, como en toda democracia sana, sino enemiga. La verdad de los hechos que el periodista saca a la luz, tiene un efecto muy eficaz a la larga, pero, como escribí entonces, tiene “un límite: el periodismo solo expone. No coordina, ni organiza, ni organiza, ni dirige, ni comanda”.
Entonces, luego de una campaña fulgurante, Toledo había logrado un impacto resonante en la primera vuelta y resquebrajado lo que hasta ese momento parecía una maquinaria de poder virtualmente invencible, manejada por Montesinos, con el apoyo de la Fuerza Armada, el SIN, los medios de comunicación, gran parte del empresariado.
Era una circunstancia crucial, así que pedí licencia a La Prensa, anuncié que por un tiempo dejaba el periodismo, regresé al Perú y me zambullí en las jornadas intensas, larguísimas de esos meses extraordinarios, al cabo de los cuales cayó la dictadura.
Pese a las pocas horas de sueño, a la fatiga constante, me las arreglé para escribir un diario. Después de escribir, encriptaba el texto en PGP (que sigue siendo la mejor elección en cifrado) y así, sabiendo que el texto quedaba seguro, escribí lo que veía y lo que pensaba.
Lo he releído ahora, después de muchos años. Toledo era, igual que hoy, terco, desorganizado, impuntual, a veces bohemio y casi siempre desconfiado, aunque, por paradójico que suene, a la vez muy ingenuo y fácil de engañar. Era difícil de asesorar, pues tenía la misma actitud antes los consejos (sobre todo los buenos) que tiene el gato hacia el agua, pero eventualmente, gracias a que le gustaba discutir, terminaba aceptando muchos de ellos, aunque con modificaciones varias.
Esos eran algunos de los defectos, pero las virtudes, tanto las intrínsecas como, sobre todo, las que eran fruto de la circunstancia, resultaron excepcionales. Para empezar, era un candidato infatigable, que con frecuencia hacía cuatro o cinco mítines por día y llenaba plazas incluso en la madrugada.
¡Con qué entusiasmo lo esperaban y lo escuchaban! No había ciudad en la que la población no se volcara a la carretera y las plazas, para recibirlo. Algunas de las escenas que vi entonces (la niña en Chimbote, que corrió por cuatro o cinco kilómetros al lado de la caravana, gritando ‘Toledo, Toledo’, como un mantra, y que cuando Toledo la levantó en brazos, seguía mirando a través de él y coreando el nombre, no del candidato sonriente en la camioneta, sino de una suerte de Toledo mítico, el redentor andino, su propia fuerza al fin encontrada) hacían evidente que la gente veía en Toledo a un símbolo que trascendía a la persona.
Pese a lo frustrante de lidiar todos los días con las impuntualidades, terquedades e irresponsabilidades del hijo predilecto de Cabana, admiré mucho la energía, el carisma y el vibrante liderazgo que Toledo le dio a la lucha por la democracia. Para mí fue un inmenso honor el formar parte de esa excepcional coalición de fuerzas que tuvo en Toledo al líder que hizo posible el triunfo. Muchos participamos en eso, pero él dirigió.
Luego, el mérito, la fuerza de Toledo en la lucha contra el fujimorato, se convirtió paulatinamente en debilidad y fragilidades durante la transición democrática.
Si en muchos aspectos –en la economía sobre todo, Toledo fue un buen presidente, su papel en la consolidación de la democracia resultó pobre. Débil, indisciplinado, el ‘Pachacútec’ de la campaña del dos mil, dio lugar a la percepción de un presidente frívolo, parrandero, alejado de la gente, altamente impopular, en peligro de ser vacado, caminando, como siempre, en la cornisa.
La lucha contra la corrupción fue débil, en especial contra la oligarquía fujimorista, que se consolidó con Toledo aunque nunca dejó de despreciarlo. Gracias a esa debilidad, el entusiasmo democrático se dispersó, se convirtió en oposición y terminamos luego con elecciones sucesivas en las que hubo que elegir al mal menor para mantener, así sea con precariedad, la vigencia de la democracia.
Eso nunca debió haber sucedido. Debimos haber tenido una democracia fuerte y un gobernante austero, que junto con el pragmatismo económico, se hubiera esforzado en darle un sólido cimiento ético e institucional a la transición democrática. Pero Toledo no estuvo a la altura de esa misión. Debió haber sido nuestro Benito Juárez pero fue, como presidente, un buen mal menor que nos llevó a otro y a un tercero.
Los males menores en política salvan pero no suman. Y ahora, trece años después de esas horas de destino, el líder de entonces aparece como la piñata de hoy, mientras los servidores de la dictadura cleptocrática se trasvisten de moralistas y usan su caso para mejorar sus posibilidades de retornar al poder el 2016.
Mientras lo investigan, como debe ser, espero que Toledo recuerde su tiempo de gloria y evite un epílogo de oprobio que podría cancelar, 16 años después, lo logrado con tanta dificultad el año dos mil♦
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JAIME ESPEJO ARCE