Por: Pablo Quintanilla
Se fue Toño, hasta hace poco quizá el mejor poeta peruano vivo. Desafortunadamente no puedo decir que fuéramos amigos cercanos, pero sí conversábamos cuando coincidíamos en actividades culturales y ferias del libro. También lo veía en el bar arequipeño El Búho, al que se llegaba después de subir cerca de cuarenta empinados escalones de sillar, a 2,300 metros sobre el nivel del mar. Toño subía ágilmente y llegaba al último peldaño sin aire, jadeando, con taquicardia, lívido, sin poder pronunciar palabra. Después de diez largos y preocupantes minutos de aclimatación, se reconstruía totalmente y volvía a ser el Toño agudo, cariñoso y divertido. Ahora es un clásico de la poesía peruana, pero cuando era joven sus críticos decían que escribía con “llave inglesa”. Eso es verdad, pero no con motivo de crítica sino de elogio porque incorporaba a su pluma, de manera metabolizada, todo lo que leía, especialmente poesía inglesa y francesa.
Alguna vez me contó anécdotas inesperadas de su vida. Por ejemplo, que una vez en Budapest, en 1974, se encontró a sí mismo solo, deprimido y desesperado, probablemente con una suma de problemas pesando sobre su cabeza. Andando por las calles húngaras, con el deseo de ya no caminar más por ninguna parte, se detuvo en una esquina. A un lado había un bar, ofreciendo el atractivo de terminar de inundar su abatimiento. En el otro lado yacía una antigua iglesia católica. Por alguna razón, Toño decidió entrar a la iglesia y dejar el bar para otra ocasión. Nunca salió de ella. En medio de sus marañas interiores se consideraba católico, lleno de dudas y autocuestionamientos, como es natural, pero con una experiencia religiosa personal. De hecho, algunos de sus más bellos poemas muestran su fe en Dios y en el espíritu cristiano, a pesar de haber sido escritos más de diez años antes de su conversión. Uno de mis favoritos es “Oraciones de un señor arrepentido”, que está en la segunda parte de sus “Comentarios reales”. Dice: “Señor, siento tu sangre/embravecer mis venas/ lecho de hojas tu carne/me conforta/es más dulce este amor de los rigores/que ropajes ociosos y tabernas”.
Hace unos minutos, cuando busqué el libro en mi biblioteca para citarlo, pues recordaba tener una primera edición de él, encontré mi envejecido y amarillento ejemplar. Tenía una afectuosa dedicatoria a mano para mi padre, firmada en Arequipa en 1966. El epílogo de ese libro dice: “Sin preocuparnos por el hedor/de viejos muertos/ni construir nuestra casa/con huesos de los héroes/para nuevas batallas y canciones/sobre la tierra estamos”. Larga vida, Toño.
DESPUÉS DE DIEZ LARGOS Y PREOCUPANTES MINUTOS DE ACLIMATACIÓN, SE RECONSTRUÍA TOTALMENTE Y VOLVÍA A SER EL TOÑO AGUDO, CARIÑOSO Y DIVERTIDO
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JAIME ESPEJO ARCE