Por: Diego García-Sayan
‘‘Yo tengo derecho” es una de las primeras reflexiones de una persona cuando se ve a sí misma dentro de una estructura social. El contenido concreto de ese “derecho” varía según las circunstancias en la percepción de las personas. Leía hace poco el fascinante libro Nothing to Envy escrito por Barbara Demick, una de las pocas periodistas extranjeras que ha vivido en Corea del Norte. Allí el “yo tengo derecho” parece reducirse a la aspiración de los habitantes de tener algo que comer, poder desplazarse libremente por su país o poder ver en la televisión algún otro canal que no sea el único canal oficial.
En regiones como América Latina el concepto de democracia es, por cierto, más amplio y rico. La concepción y realidad de la democracia nos sitúa en terrenos muy distintos. Del proceso social emergen definiciones vivas de la democracia en nuestro continente que van más allá de ociosos debates (“democracia representativa” vs. “participativa”. El dato clave de la realidad en la región es el saludable proceso de consolidación de la democracia electoral. Junto con ello, una institucionalidad que, con todas sus limitaciones, está a años luz del poder concentrado de los regímenes autoritarios del pasado. En ese contexto la demanda democrática de la gente es hoy un ingrediente fundamental. La población espera mucho más que la democracia electoral y sus derivaciones y lo hace sentir en todos lados.
Esa demanda va abriendo espacios en materia de participación de la gente en los asuntos públicos, antes reservado a las “autoridades”. En ello la clave es el concepto de “participación” que va convirtiéndose en ingrediente esencial de la democracia representativa, antes encasillada a un concepto de “delegación” total del poder en la autoridad. Eso va quedando atrás. La gente espera otra cosa y el Estado hace –o debe hacer– también otra cosa.
Por ejemplo, en los procesos de diseño y ejecución del gasto público, la gente exige ser escuchada (“presupuestos participativos”). Los pueblos indígenas y las comunidades campesinas, por su lado, se han ganado el derecho a ser consultados si se trata de utilizar sus tierras y territorios para concesiones mineras, petroleras, forestales o la construcción de obras publicas. Algo parecido ocurre con la información en manos del Estado. Lo que hasta hace no mucho tiempo era lo usual (considerar que lo que tiene entre manos la administración pública es “reservado” o “confidencial”), hoy se está sustituyendo por la certeza de que se tiene derecho a que los Estados entreguen la información que se solicita.
La demanda democrática de la gente tiene su curso y su rica dinámica. No ocurre lo mismo con las paralelas obligaciones por parte de los Estados que a ratos parecerían observar inertes ese proceso. Los Estados no pueden limitarse a “tolerar” esta exigencia de participación si no quieren quedar rebasados por cursos aluvionales y hasta caóticos de demandas y reivindicaciones ciudadanas. Deben ejercer, en positivo, su responsabilidad construyendo políticas, normas públicas innovadoras y concretas.
Aspectos claves como las consultas previas, por eso, no pueden ser vistas como una anomalía o incomodidad sino como un rico ingrediente de la democracia para que el Estado esté más cerca de la gente, lo que es esencial para la paz social y la legitimidad del poder. Son responsabilidades que el Estado debe asumir e impulsar de manera activa haciendo visible que el Estado es diferente de las empresas y que está cerca de la gente. Si así fuera, quienes quieran pescar a río revuelto con demandas extremistas, no encontrarían con tanta facilidad, como viene ocurriendo, gran caldo de cultivo entre la gente.
La demanda ciudadana que ya se ha traducido, en casi todos nuestros países, en normas sobre temas como consulta previa o acceso a la información, tiene que ser incorporada en las políticas públicas para ir cerrando la brecha que separa al Estado de la gente. Para esto el Estado tiene que afirmar su propia identidad y organizarse bien.
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JAIME ESPEJO ARCE