Por: Renato Cisneros
A nuestra generación le faltan huevos. Los que hoy estamos entre los 30 y 40 años venimos demostrando tener muy pocas agallas para renunciar al piloto automático, y ser aquello que la vida, el destino, la sangre o la vocación todavía nos reclama.
Estoy seguro (en realidad no, pero quisiera) de que muchos hombres y mujeres de mi generación siempre desearon valerse por sí mismos, no depender, romper, encontrar su lugar, crear, producir algo que los sobreviva con dignidad: no por la ambición social de trascender ni por la tarea moral de contribuir, sino por pura explosión vital.
Sin embargo, siento que esa misma gente se contuvo, se frenó, abdicó. Es gente que esperaba otra cosa de sí misma, y ahora vive extraviada por haber hecho suyas las aburridas convenciones de sus padres y no saber cómo lidiar con la irreversible frivolidad de sus hijos.
Siento que a nuestra generación le ha caído fatal la prosperidad económica. Sí, ahora viajamos y ahorramos más, pero nos arriesgamos menos. Tenemos una cuenta pero nada que contar. Siento que nos faltan huevos porque nos castramos. Que éramos mejores cuando no teníamos nada. Que éramos más sólidos cuando no estábamos cómodos. Que el miedo, la frustración, la incertidumbre de no saber si el Perú tendría futuro provocaba en nosotros reacciones que a la larga eran más edificantes, más reales. Siento que cuando estábamos más muertos en realidad estábamos más vivos.
La gente de mi generación tiró la toalla muy rápido, se volvió típica, condescendiente, esclava entusiasta de un sistema, una industria, un mercado que mientras más democrático parece, se revela más cínico. Siento que con tantos compromisos adquiridos, con nuestra energía puesta en discusiones banales, y maniatados por el pavor de perder, solo postergamos las urgencias íntimas, esas que le darían algo de relieve a nuestro carácter, algo de valor a nuestro nombre.
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JAIME ESPEJO ARCE