Por: Claudia Cisneros
“Por favor, dibújame un cordero. Dibújame un cordero". No pude dormir bien durante varios días. Cosa rara en un niño de ocho o nueve años, que era lo que tenía entonces. Mi papá nos había regalado un disco que contaba un cuento. Pero no cualquier cuento. Era 'El Principito' y todo su cosmos contenido en un vinilo gigante, un longplay que giraba como embrujado con la aguja surcando sus casi invisibles círculos concéntricos y despidiendo en cada vuelta un universo sonoro que llenaba mi cabeza de imágenes vivas.
Cómo llegue a detestar a esa flor engreída y petulante, con su tos fingida manipulando al Principito. Reí horas con la paradoja del borracho: "bebo para olvidar que siento vergüenza de beber", y sufrí tanto con la súplica del Principito al aviador por ser comprendido.
Como buen adulto, andaba ocupado en "cosas importantes", literal y figurativamente extraviado.
Vi con el Principito las 43 puestas de sol de su pequeño planeta, el asteroide B 612, me aprendí los parlamentos de corazón, y amé al zorro en el mismo instante en que abrazó al Principito en esa bella alegoría a la amistad; pero quedé conmocionada cuando una intrigante serpiente dejó sin final feliz cierto, sin puerto de llegada seguro al buen Principito. Conocí la melancolía.
Esa noche no dejó de llover. Me levanté varias veces a asegurar la caja de mi ovejita, la que días antes había visto en el club campestre de Chosica. Fastidié tanto a mis padres que me la regalaron. Pero ya de mañana, cuando bajé a verla, mi ovejita no estaba. No paré de llorar desconsolada. No pude hablar, nadie me entendía. Cuando mi padre comprendió lo que había pasado, me dijo: "Ven, vamos a dibujar un cordero". ❧
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JAIME ESPEJO ARCE