En la
comunicación a veces olvidamos que el silencio puede ser tan elocuente como las
palabras. Lo que decimos nos define, nos revela ante los otros, pero aquello
que callamos también lo hace. Sobre todo cuando se trata de aspectos
fundamentales sobre los que deberíamos pronunciarnos. Porque el que calla no
solo otorga, a veces esconde, a veces niega, también defiende y frecuentemente
apaña.
Siempre he pensado
que mi distanciamiento de la Iglesia Católica, más que de la religión, ha
tenido que ver con contradicciones entre lo que sus autoridades o estatutos
señalan y lo que los seres humanos necesitan. Su sanción al amor entre personas
del mismo sexo a quienes consideran enfermos, su satanización del placer casi
en todas sus formas, sobre todo sexuales; su apego a las formas y ritos y su
desapego del alma, y la culpa… la asquerosa culpa como mecanismo de
sometimiento. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, creo que más grave me
parece aquello sobre lo que la iglesia ha decidido callar.
La Iglesia
Católica, a la que se supone pertenece más del 90 por ciento de nuestra
población, no tiene pronunciamientos firmes contra la discriminación. No hay
campañas al respecto. Nunca he visto al cardenal Juan Luis Cipriani indignarse
por los miles de casos de racismo en el Perú. Tampoco lo he escuchado llamarle
la atención a uno de esos feligreses que llevan a sus empleadas a misa pero las
hacen sentarse en las bancas de atrás. Jamás ha señalado que es un despropósito
que para casarte por religioso en determinados templos lindos de San Isidro,
Miraflores y el Cercado de Lima hay que pagar más de 500 o 700 dólares. Porque
el sacramento del matrimonio será obligatorio, pero la ceremonia nice está
reservada solo para los que tienen plata.
La cantidad de
horas hombre que invierte el cardenal Juan Luis Cipriani para hablar de líos
legales con la Universidad Católica, o de las Fuerzas Armadas, o de lo comandos
Chavín de Huántar, bien valdría la pena que los dedicara a pronunciarse en
contra de la violencia que sufren las mujeres o el maltrato del que son
víctimas los niños. Pero no. En menos de dos semanas hemos escuchado a monseñor
Bambarén pedir la pena de muerte para terroristas sin se escandalice por un
pedido que contraviene los principios básicos de la Iglesia y también hemos
asistido espantados a la confesión de un cura que violó a un muchacho de 14
años sin que el tema ameritara más pronunciamiento que un frío comunicado. Ya
hubiera querido el escolar que el primado de la Iglesia se hubiera indignado
con la virulencia que sí le suscita la interpretación del testamento de Riva
Agüero sobre los bienes de la PUCP.
Por eso resulta
inaceptable la decisión del arzobispado de impedirle al padre Gastón Garatea
que oficie misa en Lima. Por eso resulta indignante que a Garatea, una de esas
voces limpias en la Iglesia, uno de esos líderes espirituales que hacen que uno
recuerde que la religión católica es hija de la misericordia y no de la
soberbia pretendan silenciarlo. Porque a Gastón Garatea no lo están callando
por lo que suele decir, lo están castigando porque sus palabras ponen en
evidencia la prepotencia de los que se escudan en el silencio. (Patricia del Rio)
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JAIME ESPEJO ARCE