viernes, 2 de noviembre de 2012

El farsante


Por: MIRKO LAUER
La renuencia de Alberto Fujimori a firmar un pedido de indulto y ahora la declaración de su abogado César Nakasaki en el sentido de que pedir indulto no es reconocer culpa, algo que otros fujimoristas ya han opinado antes, son indicios de que en el asunto de la excarcelación de Fujimori el suelo no está parejo.
Primero hemos visto a los hijos firmar por él. Luego hemos apreciado una pintura con un pedido de perdón redactado con la estructura de un sofisma. Ahora tenemos un pedido de indulto adosado al de los hijos. Todo es oblicuo y marrullero en este proceso, y en esa medida anuncio de males mayores si el indulto llegara a darse.
Están de por medio un desconocimiento de la jurisdicción de los tribunales peruanos y lo que han fallado, un deseo de obviar las limitaciones políticas de la condena recibida, y la búsqueda de que un eventual indulto equivalga a un lavado de cara político. Por eso, el retorno a la escena de Nakasaki, que ciertamente hila más fino que Carlos Raffo Arce.
Además el lenguaje del abogado busca establecer el indulto como una obligación de Ollanta Humala: como Fujimori está cumpliendo con los requisitos legales, entonces está obteniendo el derecho a ser indultado. Para esto se está llegando a recurrir, paradójicamente, al tema de los derechos humanos del privilegiado preso.
Nakasaki tácitamente se apoya en la existencia de una situación grave en la salud de Fujimori, algo que ha sido tema de una intensa campaña de medios, pero que clínicamente no está ni remotamente demostrado. Como no está demostrado que la holgada y activa carcelería de Fujimori constituya un trato cruel reñido con los derechos humanos.
En otro plano, Fujimori tiene que saber que su excarcelación significaría un opacamiento de la estrella política de su hija Keiko. De modo que la imagen y suerte electoral del fujimorismo inevitablemente quedarían en manos del padre, que necesitaría las manos lo más libres posible para retomar su carrera política.
El resultado sería una burla al Poder Judicial, y un monumento a la impunidad: un condenado a casi tres decenios de cárcel suelto en plaza para disfrutar de los beneficios del sistema democrático. Situación que podría funcionar como precedente frente a la situación de otros tantos presos por delitos similares. Lenidad que ya estamos viendo.
¿Cambiaría las cosas un reconocimiento cabal de la culpa, y por tanto de la legitimidad de la condena? Muy poco en verdad. Si toda aceptación de un fallo judicial fuera argumento para salir libre, las penas perderían su sentido. Sobre todo en casos como este, donde el argumento humanitario es bastante más que dudoso.