Por: Renato Cisneros
Me gustan los carajos de Natalia porque le salen de alguna glándula
en la que está contenido su carácter combativo. Me gustan porque los
presumo auténticos, no histriónicos: es fácil imaginarla en el resto de
ámbitos de su vida diaria reduciendo las tensiones con ese mismo
sazonado repertorio de ajos y cebollas.
Pero los carajos de Natalia, siendo así de genuinos, son nada más
que el cascarón, el revestimiento anecdótico de un discurso serio cuya
metodología está siendo lamentablemente trivializada por un sector de la
opinión pública que está obsesionado con promocionar la ridícula imagen
de “la mujer con huevos”. Al subrayar de modo tan eufórico el
vocabulario peculiar de Natalia se subestima sus reales atributos
técnicos.
Pocos captan que ella recuperó autoridad ante su equipo y la afición
precisamente cuando dejó de alimentar el ego de su caricatura mediática
–la tirana Malamala–, y pasó a convertirse en lo único que le tocaba
ser: una entrenadora guerrera pero ubicada, capaz de devolverles a sus
jugadoras el protagonismo que antes acaparaba su alter ego humorístico.
No es casual que una de las mejores seleccionadas, Ángela Leiva, haya
comentado el lunes: “Nunca había visto a Natalia tan calmada y serena
como en este campeonato”.
Inferir, pues, que los carajos de Natalia son los artífices del
título sudamericano de vóley es darle ociosa cuerda a la trasnochada
tesis de la “mano dura”, tan defendida por todos aquellos que a estas
alturas aún creen que los peruanos solo saben reaccionar si se les
emplaza —o sea desahueva— con violentas cuadradas.
Este equipo de chicas le ha enseñado al país que su orden y
disciplina no es resultado de achorados mangoneos cuartelarios, sino
producto del amor propio y la persistencia. Natalia, por su parte, ha
demostrado que sus carajos sirven más cuando son parte de un libreto de
arenga y estímulo, no cuando son los alaridos efectistas de su show
personal.
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JAIME ESPEJO ARCE