El tío frejolito: Alfonso Barrantes Lingán*
Por: Federico García Hurtado
El primer recuerdo que conservo de Alfonso Barrantes Lingán, tiene que ver con una famosa gresca que tuvo lugar al principio de los sesentas, cuándo ocurrió la expulsión del ex presidente norteamericano Richard Nixon. A la sazón ejercía el rectorado de San Marcos, caracterizado por las turbamultas que se organizaban en el claustro, entre apristas y el escritor y político Luis Alberto Sánchez. Eran también los primeros pasos que ensayábamos en el áspero y muy complicado mundo de la política universitaria. Faltaba mucho todavía para que Alfonso se convirtiera en el famoso “Tío Frejolito” que llenó varias décadas de la vida política contemporánea en el Perú y América Latina. Por entonces sólo era un joven provinciano que utilizaba un terno de casimir negro, anudado por una corbata de tono invariablemente sombrío.
Era vox pópuli en La Casona de San Marcos, que la verdadera madre de Barrantes había muerto al poco tiempo de su nacimiento, en uno de las provincias – tal vez la más pródiga y la más olvidada - de las comarcas de Cajamarca. Se decía que Alfonso guardó luto perpetuo en recuerdo de la difunta y era de todos conocido que se había dedicado o honrar Ia memoria de su madre biológica, sin desmedro alguno de lo tía que se hizo cargo del pequeño huérfano, al que alimentó y educó con admirable dedicación. Ya anciana, casi centenaria y prácticamente ciega, sobrevivió al hombre y al político, en el mismo villorrio donde había vivido la mayor parte de su largo existencia.
Nosotros comenzamos o frecuentar al estudiante de leves en la universidad decana de América, sobre todo en la pileta del patio de derecho, convertida en una suerte de club de amigos, que discutían de todo lo divino y lo humano. Pronto, Alfonso el bisoño aprendiz de leyes que gozaba de un señalado prestigio en la facultad se convirtió en una presencia continua y necesaria para el pequeño grupo. Cursaba el primero o segundo año de Derecho, era el más popular, y gozaba del dudoso privilegio de ser el más “chancón” y “tragalibros”. Prefería explicar sus ideas antes que polemizar, tanto con sus compañeros como con los catedráticos. Era sosegado al hablar, menos cuando la réplica de un argumento o la contradicción de una tesis, invitaban al debate y siempre como último recurso. Lo recuerdo atildado y compuesto, con sus lentes de montura grande de carey, que le daban un aspecto de búho que los bichos malos de la facultad motejaban de Cuervo. Esos díos eran muy agitados, se vivían al segundo, siempre en busca del tiempo perdido, entre utopías y ensueños que recién amanecían en el horizonte.
Por entonces, Alfonso ya estaba iniciando una etapa de toma de conciencia y responsabilidades, al frente de un conglomerado estudiantil que pretendía nada menos que emular las hazañas de los legendarios barbudos de la Sierra Maestra. Era la etapa en que muchos estudiantes iniciábamos nuestra actividad política, y habíamos fundando el Frente Estudiantil Revolucionario -FER- que se convirtió en muy poco tiempo en la mayor organización homogénea de la izquierdo. Dicho de paso, Alfonso dejó su militancia aprista sin pena ni gloria, sin que Ie temblara un solo pelo de su escasa barba. Se decía que había desdeñado lo invitación que el propio “Compañero Jefe” que le formulara para firmar parte de “Los Dorados”, grupo de élite que los iniciadores del movimiento consideraban como los más auténticos forjadores del partido de Haya de la Torre.
Recuerdo aquella mañana en que la presencia del águila imperial en las calles limeños, bastó para que el sordo rugir de la multitud, turbara la anunciado visita del vicepresidente gringo. Aún me parece escuchar las voces en sordina, gritos destemplados, tropezones de guardias de asalto, piafar de caballos, registros y amenazas, pasos al menudeo de estudiantes y gente común. El rector Sánchez había decidido tomarse las de villadiego, apremiado por las apuradas circunstancias, que se fueron organizando entre la Casona y el Parque Universitario. Cazurro y alerta al alto voltaje de la provocación y a los kilates de la sonada, columbró que los acontecimientos tenían un aire de tragedia anunciada y puso los pies en polvorosa, utilizando como sumidero una escalera de caracol estratégicamente disimulada entre andariveles del rectorado y la Cripta de los Héroes.
Ocurrió que Alfonso, subido en la pileta principal, improvisó una memorable oración cívica que hizo delirar a tiros y troyanos. Los apristas, subidos a las balaustres del segundo patio, pugnaron por desalojar a los camaradas sin lograrlo, y luego desistieron tras varios intentos fallidos. Nixon y sus barones se ubicaron en las proximidades del parque Universitario, tomado por asalto por los estudiantes. Un “cachimbo” de nombre Ruiz Febres, tuvo que contentarse –traducción al hilo- a repetir una vez y otra, y cada vez con mayor virulencia, los conceptos que había elaborado como una suerte de decálogo para el buen comportamiento en situación de crisis. Recuerdo algunas frases que Alfonso improvisó y que se me quedaron en la memoria como testimonio de aquellos tiempos perdidos. El estudiante aprista dijo algo sobre la democracia en oposición al totalitarismo y el derecho que supuestamente le asistía al señor Nixon para ser oído y escuchado en la sede mayor de la Universidad. Barrantes afirmó su oposición de permitir el acceso al local de la Casona a quien consideraba el más conspicuo representante del imperialismo norteamericano. Señaló con el índice a quienes pugnaban por aproximarse al vicepresidente pese a su repudio generalizado, y resumió su oposición con una frase de impacto que maculó a los pretendidos “demócratas”:
-…Estos que se desesperan por estrechar la mano al gringo.
Aquellos años yo vivía a muy pocas cuadras del Parque Universitario, en los Barrios Altos, tránsito obligado para estudiantes y pascana para el comedor de San Fernando, nombrado entre bromas y veraz “La muerte lenta”.
Muchas veces Alfonso se quedaba en mi pequeño departamento, hablando y reclamando lo posibilidad de apurar con urgencia el estallido de la Revolución. Asegurábamos que pronto se iniciarían las inevitables transformaciones para que la justicia y la igualdad dejaran de ser un desfasado anacronismo, y se convirtieran en la instancia superior del hombre. Hasta entonces seguiríamos anclados en la utopía que no era - para nosotros - uno estación quimérica sino posible. Creíamos en una dimensión tangible al margen de la teoría pura y especulativa. Muchas veces nos quedábamos imaginando ese mundo presentido donde todo era posible, si hacíamos lo debido en el tiempo preciso que pensábamos cercano y necesario. Estudiábamos y manejábamos la teoría con pasión de procesos, a fin de dominar también la práctica a través de un ejercicio cotidiano e intransferible. No había otra razón que nos motivara con mayor apremio que seguir luchando hasta que llegara en verdad la hora suprema de la revolución.
Entre las asonadas y los encontronazos con los “cachacos” y “los tombos” se nos pasaba el día y parte de lo noche. Tal vez eran reales o exageradas las preocupaciones que enfrentábamos, viviendo a dos dobles y un repique, edulcorando el acíbar que nos provocaba vivir a salto de mata. Tratábamos de sobrevivir con poco de nada y mucho de imaginación, con énfasis sólo en el trabajo político y en la toma de conciencia. Esto se convirtió en el leit motiv de nuestra apurada existencia que transcurría de prisa y sin pausa en la universidad y en los mentideros del país real. A menudo nos quedábamos hasta que los gallos alborotaban el amanecer cantando en los corralones de un solo caño. Alfonso se acomodaba en un sofá desvencijado, inmune al insomnio y a los trabucazos de la media noche.
La primera vez que se asoció al estudiantes de leyes con un amorío, fue con una muchacha que, pese a la fama de chancones que la perseguía como una mala sombra por ser la primera del salón, se daba tiempo para encantar y alucinar a los más prometedores abogados en ciernes. Encima era muy bonita y muy capaz de resolver cualquier problema de derecho o filosofía, con una versación envidiable hasta para los mayores de la facultad. Era evidente que el aprendiz de derecho tenía especial predilección por las materias donde coincidía con la joven al término de una clase. Discreto hasta la exasperación no puedo asegurar si existió entre ellos algo más que un romance o uno de esos ignaros estallidos de pasión que permanecen generalmente en la sombra, debido a su corpulencia. Digo que parecían predestinados a compartir ciertos designios - muy pocos - y que solo algunos privilegiados podían comprender a cabalidad la naturaleza de ese amor. Oficialmente nadie sabía nada, ni se nos ocurrió preguntarles algo más de lo permitido por la discreción y los buenos modales. Para nosotros ambos eran solo los compañeros Barrantes y la compañera fulana, cuyo nombre hace tiempo quedó en el olvido. Aún permanece en el aire el perfume de sándalo que la acompañaba cada vez que se sentaba en la pileta de derecho, compartiendo la vida con poetas, escritores, artistas y políticos, muchos de los cuales alcanzaron nombradía en diversos destinos. Años después, la volví a encontrar cuando el flamante burgomaestre limeño se convirtió en el inolvidable “Tío Frejolito” que ya había dejado en el olvido aquel fugaz episodio de su primera juventud.
El lugar -domicilio o casa- que habitaba Alfonso, siempre quedó en el misterio. Se decía que avecindaba cerca de San Marcos y siempre alejado del mundanal ruido. Mantuvo esa discreción hasta que las circunstancias lo obligaron o tener oficina conocida que compartía con otros profesionales. Para entonces yo tenía una casa en La Capullana , discreta edificación en un barrio de clase media. Se movilizaba en su viejo volkswagen que lo acompañó hasta el tiempo de su muerte. Vivía con algunas sobrinas que se turnaban para cuidarlo y protegerlo en caso de necesitarlo. Mantenía su bien surtida biblioteca con orden y siempre renovada con los libros que atesoraba con especial dedicación. Prefería títulos de política y literatura antes que los tratados de su especialidad, como de derecho comparado y filosofía del derecho. Era un devorador nato de poesía que gustaba con delectación, sobre todo aquella que le parecía digna de trasegar como un vino añejo. Tenía una predilección muy especial por los clásicos que leía y releía con verdadero entusiasmo. También desarrolló un sexto sentido para desechar la pacotilla literaria, pese a los marketeos publicitarios de los títulos de moda. Poseía una segunda naturaleza para separar el grano de la paja y descartar lo que era desechable y carente de interés.
Cuando fue ungido como Alcalde Metropolitano de Lima, hacía tiempo que había dejado de frecuentar a mi viejo amigo y compañero, no por discrepancias políticas ni de estrategia, sino porque la vida muchas veces prefiere transitar por senderos y senderuelos cuyo rumbo sólo es conocido por el propio Dios. Un buen (o mal) día, me vi complicado en un desagradable asunto judicial de familia, que enredó nuestra relación hasta la virtual ruptura. Alfonso había decidido envolver la madeja por el lado equivocado para mi salud y mi paciencia. Me tomé la revancha de una manera poética y hasta artística. Resulta que por aquellos años comencé a producir muchas películas que tuvieron su momento de efímera fama. En tres de ellas el “doctor Barrantes” aparecía siempre como un “tinterillo” como se dice en el argot pueblerino de Lima y del sur andino, provocando un estruendo de carcajadas cuando el “cagatinta” aparecía en la pantalla. Con su proverbial buen humor asimiló la travesura fílmica y me mandó una emisaria de paz que restañó las heridas hasta que desapareció el más mínimo resquicio del incidente. Quité “El doctor Barrantes” de toda mi filmografía y nuestra vieja amistad cobró nuevos bríos y se volvió entrañable.
“El tío frejolito” estaba en La Habana cuando lo sorprendió la muerte, en silencio y tan pobre y solitario como había vivido siempre. La noticia nos dio en el costado izquierdo del corazón, como a tantos que desde entonces no se resignan a llevar el ritual del crespón negro bajo el poncho cordillerano. En beneficio de su recuerdo entono este Ayataki, con toda convicción y llanto muy sentido, seguro de que, por encima de toda consideración política o ideológica, Alfonso Barrantes, fue principalmente un hombre bueno.
La Gran Sombra
Cuando el niño sea niño finalmente
y tome sin temor su desayuno
contigo yantará querido Alfonso,
después ya no tendrá los pies desnudos
y sentirá tu sombra sobre el mundo.
Cuando Ia vieja Josefa carde lana
con su mano temblorosa ya sin mano,
estarás al borde de sus páramos,
como un árbol de fuego solitario
y nadie tocará tu sombra en vano.
Cuando al final sin tropezarse
camine la tenaz, la sepultada,
la madre inmaterial, tu sombra sombra
al comienzo estarás de Ia gran marcha
pintando el horizonte con tus lámparas.
No hay rincón de Ia patria sin tu sombra
ni hueco en el abdomen sin tu aliento
en el pan de los humildes eres trigo
cuero roto en el calzado sin calzado
viento fresco en el aire enrarecido.
Duerme a saltos Alfonso que muy pronto
en Ia boca del pueblo serás grito
voz que no clamo en el desierto
redentora pasión para el postrado
aliento de victoria para el proscrito.
* Tomado del libro AYATAKI, la canción de los muertos de Federico García Hurtado y Pilar Roca, presentado con gran éxito el día jueves 25 de noviembre en el local del Club Cusco en la ciudad de Lima.
NOTA
Alfonso Barrantes Lingán nació el 30 de noviembre de 1927, en la Provincia de San Miguel, Cajamarca, donde vivió con su madre. Sus estudios de Derecho los realizó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde se vinculó con el Partido Aprista Peruano con el cual discreparía para adherirse a las ideas socialistas de José Carlos Mariátegui. Fue Presidente de la Federación de estudiantes de San Marcos.
En 1980 fundó Izquierda Unida, frente que unió a los diversos grupos de izquierda peruanos, entre ellos el Partido Comunista Peruano.
Reconocido popularmente con el apelativo de Frejolito, fue elegido Alcalde Metropolitano de Lima en las elecciones de 1983, ejerciendo el cargo entre 1984 y 1986.
En 1992, Izquierda Unida se disolvió y Barrantes se retiró de la vida política.
Falleció de cáncer en La Habana , Cuba el 2 de diciembre de 2000. Sus restos descansan en el Sector Los Sauces del Parque Cementerio Jardines de la Paz en el distrito de La Molina , Lima.