martes, 10 de abril de 2012

Para que nada cambie....


Conservadurismo y una gobernabilidad sin garantías


Para hacerse elegir, en junio pasado, Ollanta Humala contrajo una serie de compromisos simbólicos y reales con diversos sectores de la sociedad peruana y con algunos personajes influyentes que, a cambio de eso, le ofrecieron su aval. Se trataba, como se recuerda, de conseguir que la única opción alternativa a Keiko Fujimori fuera, en efecto, una candidatura elegible para las clases medias urbanas. No se buscó hacerlo preferible para los grupos empresariales, incluyendo a los medios de comunicación más poderosos, pues eso era imposible. Entre ellos, la preferencia por el regreso del fujimorismo estuvo clara desde el comienzo.
Los compromisos de que se habla tenían una diversidad de objetivos, pero éstos pueden resumirse en uno: no tomar ninguna decisión que implicara alejarse del modelo de crecimiento económico que está en marcha desde hace por lo menos 20 años. Para los sectores de convicciones políticas más claramente demoliberales se ofrecía, además, garantías de que el autoritarismo de cuño chavista tampoco formaba parte, ya, del paisaje mental del candidato.
Ocho meses después, resulta claro que el compromiso asumido con el modelo era serio. El Gobierno ha optado decididamente por respetar sin retoques cierto consenso alcanzado, al menos en el mundo de las élites y del sentido común urbano masivo, respecto del modelo. Éste consiste, sencillamente, en mantener todas las condiciones necesarias para hacer atractiva la inversión privada en el Perú y seguir atendiendo la agenda social —lucha contra la pobreza, servicios de educación, atención de la salud— de manera rutinaria o, en el mejor de los casos, como temas de emergencia esporádica. ¿Cómo se ha llegado a este arreglo? Y ¿qué implicancias tiene éste para el futuro de la sociedad peruana?
“Para que nada cambie…”
La primera pregunta es relevante porque llama a considerar lo que este Gobierno pudo ser y no fue. Ningún análisis de las ocurrencias de la política peruana de estos años debe prescindir del hecho de que Ollanta Humala fue, en la última década, el representante más enérgico y con mayores posibilidades de triunfo de una agenda de cambio profundo, primero, y moderado, después. Con una retórica y una gestualidad radicales, que no se privaban de reconocer el patronazgo del venezolano Hugo Chávez, Humala casi fue presidente en el año 2006. Cinco años más tarde ya había aprendido lo suficiente de supervivencia en política como para conciliar sus propuestas con la aversión al riesgo propia de las clases medias y urbanas del país. Pero para el conservadurismo peruano contemporáneo, que no es ideológico sino pragmático, que está centrado en intereses inmediatos antes que en una visión coherente del mundo, eso nunca hubiera sido suficiente. Una enorme maquinaria publicitaria en prensa, radio y televisión se dedicó a demoler al candidato. Éste necesitó, pues, hacer las transacciones conocidas: advocaciones al orden constitucional, a la ruta del crecimiento vía exportaciones, a la preservación de los equilibrios fiscales y externos y a las reglas del juego económico, que pasan por ser liberales pero que son, hablando propiamente, protectoras de las grandes corporaciones financieras y productivas.
El poder político no tiene otra cosa que hacer que negociar con los poderes de facto, quienes le han sabido ofrecer e imponer tempranamente una agenda concreta.
Y, sin embargo, en el marco de esos compromisos se preservó una promesa de cambio. Tal vez, incluso, de un ofrecimiento de cambio más fecundo, puesto que se desembarazaba de la demagogia de cuño chavista; el acercamiento de ciertos intelectuales, operadores políticos y técnicos de izquierda insinuaba un balance que podía poner al futuro gobierno, más verosímilmente, en la ruta de un progresismo respetuoso de cierto principio de realidad, a la brasileña.
Hoy está bastante clara la opción del Gobierno: una opción unidimensional, simple, en favor del statu quo fundado por Fujimori, conservado con matices por Alejandro Toledo y remozado por Alan García. El núcleo financiero, político y simbólico de ese statu quo se encuentra en la promoción de la inversión extranjera, y en particular de aquélla destinada a la explotación de recursos naturales. La salud de las cuentas del país depende fundamentalmente de eso y no se hace ningún esfuerzo por diversificar significativamente las fuentes de acumulación en el mediano ni en el largo plazo. La política aparece resumida en esfuerzos por controlar el descontento frente a las indudables asimetrías que se generan por los proyectos de explotación de recursos naturales. Se trata, en el plano más amplio, de un manejo político del descontento que es caótico, por la jeroglífica composición de los poderes regionales y locales, e improvisado y autoritario, por la indisposición de este Gobierno, como los anteriores, por negociar un verdadero acuerdo —aceptable, amplio, de largo plazo si bien no universalmente satisfactorio— a este respecto. Simbólicamente, la fijación con las reservas naturales del país nos ha regresado al imaginario del siglo XIX: el Perú ha vuelto a ser, en el sentido común dominante, el “mendigo sentado en un banco de oro”; por añadidura, esa fijación también ha servido para dividir a los grupos sociales entre “amigos y enemigos” del progreso y, por extensión, del Perú, según se esté a favor o en contra de mantener sin controles el actual régimen de promoción de inversiones.
Las razones por las cuales ha sido posible esta ostensible transformación de Humala, de candidato del cambio a Presidente custodio del orden establecido, pueden ser buscadas, desde luego, entre el anecdotario de la política cotidiana, aquello que se denomina “la coyuntura”. Pero si lo anecdótico y lo circunstancial tienen tanto peso ello se debe a condiciones de más largo alcance. Entre ellas, como es obvio, sobresale la inexistencia de un sistema de partidos políticos integrado básicamente por extremos derecho e izquierdo y por una zona de centro y, naturalmente, por la ausencia de organizaciones, asociaciones, instancias de existencia política colectiva que enraícen a esas zonas del espectro político en algunos compromisos básicos y los obliguen a negociar. Sin nada de eso, el poder político no tiene otra cosa que hacer que negociar con los poderes de facto, quienes le han sabido ofrecer e imponer tempranamente una agenda concreta y, junto con ella, posibilidades de supervivencia en Palacio. De más está señalar que esa precariedad estructural del sistema de mediación política se replica, y con los mismos efectos, dentro de cada organización; en este caso, dentro del grupo de gobierno. La rápida licuefacción del componente de izquierda, la súbita captura de Humala por colaboradores que poco tuvieron que ver antes con la vida de la agrupación y con la campaña electoral, todo ello no hace sino reeditar, a escala grupal, lo que sucede a escala nacional. La incineración de las credenciales ideológicas de Humala —“yo no soy de izquierdas”, dijo en enero al diario español El País— es solo una expresión más de la trivialidad de una política sin partidos.
La otra gobernabilidad
Está claro que con esta transacción Humala ha querido comprar algo de gobernabilidad. Para muchos observadores, la impericia del Presidente, una vez que estuvo frente al timón, lo convenció de que mejor era pactar con los que, de cualquier modo, ya gobiernan desde mucho antes y quieren seguir haciéndolo, aunque sea por interpósita persona. Hay después de todo, en la política peruana, desde hace un par de décadas, una fórmula establecida para legitimar el gobierno de los poderes establecidos: “actuar de manera técnica, no política”. Así, se ha evitado campañas de destrucción en los medios de comunicación masiva, ha conquistado popularidad en un sector social impensado, el de las clases más altas del país, y si la represión del descontento regional se hace exitosamente, puede mantener flujos de capital constantes y seguir exhibiendo logros en materia de crecimiento.

Pero todo esto tiene un enorme costo latente, del cual no se sabe, todavía, cómo se va a manifestar. Y es que, para abandonar eufemismos, los líderes y la opinión pública de muchas regiones, aquellas que acompañaron al candidato Humala desde el 2006, están experimentando una traición. Y esa sensación se intensifica cuando el Presidente opta por poner, al frente de su Gobierno, a un ex militar, el primer ministro Óscar Valdés, que prefiere la mano dura, las frases cortas y la expresión soez como forma de lidiar con todo lo que le parece amenazar el orden: reclamos ambientales, demandas de respeto y reparación de las víctimas de la violencia y otras expresiones de la agenda descartada por este Gobierno.
Lo cual significa que la gobernabilidad que Humala ha comprado de los grandes poderes económicos y periodísticos (si la distinción es aceptable) puede resultar muy precaria frente al descontento larvado y, según los indicios, a punto de aflorar colectivamente, entre las poblaciones que se sienten burladas. Y si esto ocurre, la misma precariedad institucional que le ha permitido enfeudarse sin remilgos al conservadurismo, impedirá al Presidente manejar razonablemente el conflicto. No se puede despreciar la política y entregarse a la técnica sin pagar un precio. Ese precio puede ser, en los próximos años, una ingobernabilidad desencadenada, en primer lugar, por este abandono no negociado de la agenda original, y sostenida, en segundo lugar, por la inexistencia de voces, líderes, colectividades con quienes se pueda dialogar y llegar a acuerdos.

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JAIME ESPEJO ARCE