Por Eduardo Dargent
Tremendo lío en el que se ha metido Alejandro Toledo. Las explicaciones sobre las compras inmobiliarias no le cuadran y suenan ridículas. Y aunque al final no haya delito de por medio, ¿a qué político con responsabilidades frente a su partido y sus potenciales electores se le ocurre esa operación estilo corrupto de los noventa?
No tengo idea si Toledo aclare el asunto. Tampoco si lo afecte en el 2016. Como los templos Moche, estos escándalos se acumulan, capa tras capa, sobre los candidatos. Sea por evidencia incompleta, por dejadez judicial, o porque a veces no hay nada delictivo, los escándalos se amontonan sin consecuencias penales. Los candidatos saben, además, que se anulan unos a otros: casita de Toledo mata indulto de García o viceversa.
Disculpen que esta semana no intente hacer un análisis objetivo del tema. Más bien, déjenme mascar mi mal humor con el político al que, una vez más, la banalidad y la irresponsabilidad despintan totalmente. Transmito la molestia de quienes, por preferencias ideológicas o ante la mediocre y corrupta oferta existente, están casi condenados a votar por Toledo. Cada una de estas patinadas nos lleva hacia el país del voto en blanco, a la convicción de que en este Perú políticamente no nos representa nadie.
Porque a Toledo las circunstancias le demandaban ser un buen político, debía lograr que el papel importante y valiente que le tocó jugar en el 2000 se mantuviera unos años más. Ojo, no porque uno tuviera altas expectativas: hubo mucho de azar en su elección de líder de la oposición. Pero tenía una responsabilidad. Optó por zurrarse en ella, se olvidó del liderazgo. Lo que mejor hizo fue delegar. Muy pronto fue evidente que la historia le había quedado enorme.
¿Exagero? No creo. Su deber era tener una relación distinta con la población tras los escándalos de corrupción del fujimorismo. Demostrar que un presidente podía trabajar, ser eficiente, y además ser honesto. Por supuesto, la política es cosa difícil y no se la pusieron nada fácil. Lidió con una oposición feroz desde diversos frentes, especialmente los corruptos bajo investigación. Pero en esas condiciones, ¿no debía cuidarse el doble? ¿No tenía la obligación de ser tres veces más precavido?
No solo no lo hizo, sino que fue irresponsable. En pocas semanas se ganó la fama de ocioso, de no saber mantener a distancia a sus amigotes. Ya ni sé cuántas veces fue a Punta Sal, cuando el régimen estaba tambaleando y la sensación de banalidad se difundía entre la población más pobre. Un cobarde por la forma que enfrentó el tema de su hija Zaraí. Un gobierno con algunas virtudes, apoyado en un boom mineral en los últimos años, le ayudó a sortear estos problemas. Pero no es exagerado decir que uno de los principales problemas del gobierno de Toledo fue Toledo.
Esta irresponsabilidad política continuó tras su presidencia. Converse usted con algún militante de Perú Posible (los hay, créame) para que evalúe el papel de Toledo como líder partidario. Se optó por mantener a PP como un vehículo personalista. Y prefirió viajar antes que hacer política. Su papel en este gobierno era también clave: apoyo crítico y articular algún espacio de centro como balance de poder. Pero volvió a desaparecer. De nuevo, nadie pide peras al olmo. Son responsabilidades que le tocaban simplemente por estar donde estaba.
Por supuesto, de una política paupérrima, debilitada, es difícil que surjan personas hábiles y responsables, que quieran algo más que cumplir con el mínimo. Y hay otros como él. Pero es en este contexto de mediocridad que hay que colocar un escándalo más de Alejandro Toledo. Trece años después, su mejor momento siguen siendo unos pocos meses del año 2000.
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JAIME ESPEJO ARCE