Gustavo Gorriti, director de IDL-Reporteros (Foto: Christian Osés) |
Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2248 de la revista ‘Caretas’.
HACE veinte años vivíamos en un país herido, en el que el paso violento de los días acortaba posibilidades y esperanzas. La frecuencia de los ataques senderistas se había acelerado desde el golpe de Estado del 5 de abril, y lo que antes acaecía en meses ahora sucedía en semanas.
Con los años, las memorias traumáticas, tienden a perder nitidez y a variar su perspectiva. Pero para quienes entonces lo registramos y describimos, ese tiempo quedó bien documentado.
En 1992, el Producto Bruto Interno fue similar al de 1973; y el Producto Bruto per capita fue parecido al de 1956. La guerra interna, el mal gobierno y la corrupción introdujeron al infortunado país en una máquina perversa del tiempo, que llevó a los peruanos a retroceder hacia el pasado al encuentro de sus abuelos.
El total de exportaciones peruanas en la aplastada economía de 1992, fue de 3 mil 578 millones de dólares. En comparación , el año pasado el Perú exportó 46 mil 268 millones de dólares.
La violencia había crecido enormemente en Lima. Eso no significaba que el campo se hubiera pacificado. Por lo contrario, la guerra se hacía más brutal en teatros viejos y nuevos de la sierra y, sobre todo, de la selva.
Era un escenario de deterioro continuo, incluso antes de la intensificación de la ofensiva senderista en Lima. Lo ilustra el crecimiento del número de provincias declaradas en estado de emergencia durante una década de guerra. En diciembre de 1982, cuando el gobierno de Belaunde encargó a la Fuerza Armada la lucha contra Sendero en Ayacucho, había cinco provincias en estado de emergencia. En mayo de 1991 había nada menos que 87 provincias en emergencia.
Regiones enteras, como el VRAE, habían sufrido la pérdida de cerca del 10% de la población en centenares de combates y matanzas, la mayoría a distancia de cuerpo a cuerpo.
Desde mediados y fines de 1989, empero, el centro de gravedad del conflicto se desplazó hacia Lima y alrededores. La tendencia ya era clara en 1992. Solo entre enero y junio de ese año estallaron 37 coches bomba en Lima. En mayo, un mes después del golpe hubo seis atentados con camionetas o camiones bomba. En total se perpetraron 128 atentados y 304 personas fueron muertas.
La ofensiva senderista desatada a partir del 16 de julio de 1992, con el atentado de Tarata, no paró luego. En los ocho días siguientes, una docena de carros bomba con más de 200 kilos de anfo cada uno, explosionaron en Lima.
El 24 de julio de 1992, cuando terminó el paro armado senderista, las unidades de la Fuerza Armada recién se hicieron visibles en las calles. Durante la semana previa, salvo escasas patrullas policiales, la mayor parte de la Fuerza Armada y la Policía permaneció parapetada en sus cuarteles.
En medio de ese conflicto sin frentes, Sendero avanzaba propulsado por una convicción fanática en la invencibilidad de su ideología y de su líder, Abimael Guzmán. Nunca una insurgencia marxista desarrolló el culto de la personalidad a niveles tan extremos como sucedió con Guzmán. La exaltación del líder ocurrió en casi todos los casos después de la toma del poder. Pero en el caso de ‘Gonzalo’, la glorificación exacerbada de las cualidades sobrehumanas que sus seguidores le adscribían era de una intensidad religiosa, por más que los senderistas se reclamaran seculares.
LA fe en la infalibilidad de Guzmán era la principal fuerza de los senderistas y, a la vez, su principal vulnerabilidad, que estos, ciertamente, no percibían.
Es bajo la luz de ese escenario de deterioro, de impotencia y falta de respuestas, de creciente erosión y agotamiento del tiempo como debe entenderse el trabajo extraordinario del GEIN en su lucha por definir la guerra anulando a la cabeza de la organización.
Aquel grupo pequeño de policías, creado el 5 de marzo de 1990 bajo el liderazgo del entonces mayor Benedicto Jiménez, a quien se sumó pronto el también mayor Marco Miyashiro, logró posteriormente la hazaña extraordinaria que cambió la suerte de la guerra, porque siguió la estrategia correcta a partir del diagnóstico preciso del enemigo, y porque mantuvo una sólida consistencia operativa durante los dos años y medio de su decisiva actuación, en los que desbarató aparato tras aparato de Sendero, acumuló una impresionante información que supo explotar en forma pronta y comprehensiva hasta el momento de la estocada final.
Ya existe una bibliografía detallada sobre la actuación del GEIN, a la que entiendo se sumarán pronto otros libros. Por eso, en el vigésimo aniversario de la captura de Guzmán me parece necesario mencionar a algunas de las personas que tuvieron un papel importante pero menos conocido en la creación del GEIN o en la acción investigativa que culminó en la victoria de septiembre de 1992.
Hay nombres que no gustarán a algunos, pero las simpatías o las repulsas no deben editar la historia. Los hechos ocurrieron al margen de la trayectoria previa o posterior de sus protagonistas.
El ex ministro aprista del Interior Agustín Mantilla y el entonces jefe de la Policía, general Fernando Reyes Roca fueron decisivos en la creación del GEIN. El segundo recomendó al primero que apoyase la iniciativa de Benedicto Jiménez, lo que hizo Mantilla con los pocos medios que disponía en esos tiempos ruinosos. Esa decisión permitió la primera y crucial intervención de la casa de Monterrico en junio de 1990, quizá la más importante antes de la captura de Guzmán.
En esos meses, hubo tres comandantes de la Policía que coordinaron las acciones del GEIN desde una posición de mando en la Dircote: Félix Murazzo, Clodomiro Díaz y Luis Felipe Elías A fines de 1990, cuando se descubrió la casa de Buenavista y se llegó a tener inteligencia reveladora de la presencia de Guzmán ahí, los tres presionaron al entonces jefe de la Dincote, general PNP Enrique Oblitas para que se interviniera sin tardanza. De haberlo hecho, se habría capturado a Guzmán y a todo el liderazgo senderista dos años antes.
EL gobierno de Fujimori –a través de Montesinos– impidió el operativo, lo canceló, destituyó a Oblitas y persiguió a Murazzo, Díaz y Elías. ¿Los motivos? Varios, desde el caso Villa Coca (que esos tres policías investigaron) hasta el deseo de Montesinos de que una captura temprana no cancelara el golpe de Estado que ya entonces estaba en sus planes.
Los mandos medios y los suboficiales del GEIN pagaron luego un precio alto por la victoria. La mayor parte de ellos quedó paralizada en sus grados, sin ascenso ni desarrollo institucional. Casi la mitad ha pasado ya al retiro, estoicamente decepcionados; y los que quedan, salvo unos pocos, no están con mucho mejor ánimo.
¿Es tan difícil tener gratitud?
No debo terminar esta nota sin referirme a los giros que dio la vida de Benedicto Jiménez en tiempos recientes.
Está claro para mí que Jiménez se extravió moralmente durante los últimos años. Y está claro, además, que por grandes que hayan sido los méritos pasados, nadie deja de ser responsable por sus actos. Eso es triste pero es así. No es el primer caso en la Historia de un héroe que tuerce luego su camino. La gloria, que pareciera conllevar la exaltación del espíritu y la levedad del paso, se hace a veces una carga pesada y corrosiva para muchos.
Ninguno de los graves desatinos cometidos luego por Jiménez borra sin embargo su acción providencial, para el país, en los años trágicos de 1990,1991 y 1992.
El otro día, conversando con un veterano del GEIN sobre las tristes contradicciones entre el Jiménez de entonces y el actual, este terminó así sus observaciones:
“Con toda franqueza” dijo, “yo prefiero pensar en el Benedicto de entonces y no en el de ahora”.
Yo también.
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