Escribe: César Hildebrandt
El gran problema para la hija de Fujimori será que en la campaña electoral, inevitablemente, resurgirá el tema de sus estudios en el extranjero.
Como es notorio, Keiko y dos de sus hermanos deben sus estudios universitarios en centros de estudios impagables para cualquier mortal al hecho de que su padre podía saquear recursos del Estado.
Para decirlo con el lenguaje simple que puede llegar a los fujimoristas: si Fujimori no hubiese sido, entre otras cosas, un delincuente profesional inclinado al latrocinio, Keiko Sofía Fujimori Higuchi se hubiese tenido que resignar con estudiar en la Católica o a la UPC. Boston le estuvo a la mano gracias a la mafia que dirigía su papi.
Ahora bien, ¿sabía Keiko Sofía Fujimori Higuchi que su tren de vida en Boston sólo podía explicarlo el dinero negro?
No hay ninguna duda. Cuando Montesinos declaró en el 2001 al respecto, dejó claro que las entregas de efectivo y los váucheres por consumos con el uso de la tarjeta internacional entregada a Keiko eran algo frecuente en las oficinas de Palacio, adonde el segundo de a bordo acudía como un gesto de deferencia hacia la hija del jefe de la banda.
Keiko había sido una esforzada chica de clase media. Había pasado por las pellejerías de la vulcanizadora que en un momento fue uno de los patrimonios de la familia, la construcción de casas y las declaraciones tributarias devaluadas, el sueldo de rector de su padre y los esfuerzos de su madre por ejercer su profesión de ingeniera civil.
El sueldo presidencial de Fujimori era, con gastos de representación y algunos extras oficiales, de unos 2,500 dólares americanos. Y la señora Susana Higuchi, separada malamente de la familia, no era fuente de ningún posible ingreso que pudiera auxiliar a sus hijos.
¿De dónde, entonces, salían los 90,000 dólares anuales que costaban los estudios de los tres muchachos Fujimori? Y esto que en esa suma sólo se considera los precios académicos de Boston. Con los hospedajes, la alimentación, los viajes a Lima o al Japón, los automóviles alquilados (o comprados), las fiestas y los viajes por la Acción de Gracias o el 4 de julio estamos hablando de un millón de dólares que, en cinco años, la mafia que hoy encarna Raffo invirtió en el futuro del clan del capo.
Cuando eso se discuta y surjan nuevas evidencias de la complicidad de Keiko Fujimori en el asalto al Tesoro Público, la campaña se llenará de colorido y de grititos histéricos de parte de quienes quieren que nos olvidemos para que la tragedia y el asco se repitan.
El atajo judicial al que Fujimori acaba de volver a apelar tiene una explicación concreta: que no se toque (ni se roce con el pétalo de un recuerdo) el tema de los estudios de Keiko Fujimori.
Los forajidos que gobernaron el Perú con Fujimori están convencidos de que esa elipsis procesal los librará de la mancha de Boston. Están equivocados. La prensa decente, los peruanos que están moralmente vivos se encargarán de aguarles la fiesta.
Como es notorio, Keiko y dos de sus hermanos deben sus estudios universitarios en centros de estudios impagables para cualquier mortal al hecho de que su padre podía saquear recursos del Estado.
Para decirlo con el lenguaje simple que puede llegar a los fujimoristas: si Fujimori no hubiese sido, entre otras cosas, un delincuente profesional inclinado al latrocinio, Keiko Sofía Fujimori Higuchi se hubiese tenido que resignar con estudiar en la Católica o a la UPC. Boston le estuvo a la mano gracias a la mafia que dirigía su papi.
Ahora bien, ¿sabía Keiko Sofía Fujimori Higuchi que su tren de vida en Boston sólo podía explicarlo el dinero negro?
No hay ninguna duda. Cuando Montesinos declaró en el 2001 al respecto, dejó claro que las entregas de efectivo y los váucheres por consumos con el uso de la tarjeta internacional entregada a Keiko eran algo frecuente en las oficinas de Palacio, adonde el segundo de a bordo acudía como un gesto de deferencia hacia la hija del jefe de la banda.
Keiko había sido una esforzada chica de clase media. Había pasado por las pellejerías de la vulcanizadora que en un momento fue uno de los patrimonios de la familia, la construcción de casas y las declaraciones tributarias devaluadas, el sueldo de rector de su padre y los esfuerzos de su madre por ejercer su profesión de ingeniera civil.
El sueldo presidencial de Fujimori era, con gastos de representación y algunos extras oficiales, de unos 2,500 dólares americanos. Y la señora Susana Higuchi, separada malamente de la familia, no era fuente de ningún posible ingreso que pudiera auxiliar a sus hijos.
¿De dónde, entonces, salían los 90,000 dólares anuales que costaban los estudios de los tres muchachos Fujimori? Y esto que en esa suma sólo se considera los precios académicos de Boston. Con los hospedajes, la alimentación, los viajes a Lima o al Japón, los automóviles alquilados (o comprados), las fiestas y los viajes por la Acción de Gracias o el 4 de julio estamos hablando de un millón de dólares que, en cinco años, la mafia que hoy encarna Raffo invirtió en el futuro del clan del capo.
Cuando eso se discuta y surjan nuevas evidencias de la complicidad de Keiko Fujimori en el asalto al Tesoro Público, la campaña se llenará de colorido y de grititos histéricos de parte de quienes quieren que nos olvidemos para que la tragedia y el asco se repitan.
El atajo judicial al que Fujimori acaba de volver a apelar tiene una explicación concreta: que no se toque (ni se roce con el pétalo de un recuerdo) el tema de los estudios de Keiko Fujimori.
Los forajidos que gobernaron el Perú con Fujimori están convencidos de que esa elipsis procesal los librará de la mancha de Boston. Están equivocados. La prensa decente, los peruanos que están moralmente vivos se encargarán de aguarles la fiesta.
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JAIME ESPEJO ARCE