Por: Jorge Bruce
La violencia juvenil de la que tanto se habla estos días, gracias a la fuga de Gringasho y otros menores internados en centros de “rehabilitación” como Maranguita, es, como todo síntoma de malestar social, multideterminada. Pero así como la delincuencia es una vía para la evacuación de una acumulación de experiencias destructivas, hay quienes logran transformar la dureza de la existencia en obras de arte. Ayer, La República publicó “Un Plan Peligroso”, el cuento ganador del premio YOLEO del diario. Su autor: Erick Garay, quien acaba de terminar el colegio en El Agustino a los 15 años de edad.
Quisiera retomar la breve nota que escribí para la publicación del cuento ganador en las páginas del suplemento Domingo, y ahondar en lo expresado.
Conocí al padre de Erick en el local de La República. Es una persona responsable y afectuosa. Esa ventaja comparativa, para Erick, es sin duda gigantesca. No obstante, su padre estaba preocupado con la publicación del relato, el cual le parecía peligroso, como su título lo indica, alegando que la directora del plantel era “una excelente persona”. Aquí fue donde Erick me convenció de su ética de escritor, pese a su corta edad: “Es ficción” acotó, escuetamente.
Los psicoanalistas diríamos: es realidad psíquica, no material. Con el añadido de la dimensión artística, es decir el uso exacto, económico y a la vez cautivante de palabras y frases, imágenes y afectos. Este aspecto es esencial. Cuando Kubrick estrenó La Naranja Mecánica, la inolvidable película en la que Alex y su banda juvenil gozaban con sus episodios de violencia con el fondo de la música de Beethoven, se armó una polémica acerca de si esto no desataría una ola de imitaciones antisociales. Lo que la mayoría ignoraba es que Burgess, el autor de la novela en la que se basó el filme, la escribió a raíz de un episodio en el que un grupo de marines abusó de la esposa del escritor. Es decir: la violencia ya estaba ahí.
Lo que los artistas hacen es transformarla, permitiendo, mediante su talento y recursos expresivos, que nos contactemos con ésta, sin sentirnos compelidos a actuarla compulsiva, destructivamente. Esto es lo que diferencia a las obras de arte de productos crudos como videojuegos, noticieros de televisión, series o películas impregnadas de una violencia pornográfica, repetitiva y sin sentido. Su única función es excitar, no asimilar ni procesar.
Es la diferencia entre un cuadro del Caravaggio, con muertes y mutilaciones, y uno de esos videojuegos en donde se matan y decapitan a enemigos que aparecen, uno tras otro, en una sucesión infinita, como la compulsión de repetición que Freud asociaba a la pulsión de muerte. En cambio, la transformación por el arte de los contenidos destructivos, como en el cuento de Erick, nos permite relacionarnos con estos en nuestro fuero interno, reconociéndolos, gozándolos incluso, pues todos los experimentamos, pero procesándolos en vez de actuarlos impulsivamente. Es lo que André Green llamaba la dimensión transnarcisística del arte y Aristóteles la catarsis.
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JAIME ESPEJO ARCE