Es tan absurdo el proyecto presentado por Ricardo Belmont, y aprobado en la comisión de Justicia, para sancionar la obscenidad y la pornografía, que cuesta creer que su aparente buena intención no sea un camuflaje para pretender, otra vez, limitar la capacidad de crítica, fiscalización y denuncia de la prensa independiente, una intención en la que suelen coincidir políticos de casi todos los partidos.
Tras una exposición de motivos mediocre, el proyecto plantea un agregado al código penal para que se pueda condenar a entre dos y seis años de cárcel a los directores y editores periodísticos que lancen mensajes “obscenos o pornográficos”.
Aldo Estrada y Karina Beteta (UPP), Juan Carlos Eguren y Raúl Castro (UN), Freddy Otárola (PNP), Wilder Calderón (Apra), Rosario Sasieta (AP) y Víctor Mayorga (BP) fueron los congresistas que respaldaron el proyecto de Belmont, quien señala que su objetivo es “iniciar el saneamiento de la prensa”.
A primera vista, sería un proyecto necesario si se tiene en cuenta la existencia de alguna prensa lamentable que, en efecto, incurre flagrantemente en ese terreno, como algunos diarios chicha cuyas portadas son un asco. El problema es que el proyecto no tipifica qué entiende por obscenidad y pornografía, lo que se encuentra en una zona gris e indefinida.
Y vaya uno a saber qué puede estar en la cabeza de Belmont cuando piensa –es un decir– en obscenidad y pornografía. ¿A cuántos centímetros del ombligo de la bella Lucecita se podría considerar que el final de su minifalda se volvía objeto no solo del ‘deseo libidinoso’ sino de la obscenidad o de la pornografía según el canal RBC donde ella trabajó? Esa definición es tan absurda como cuando el congresista Castro dice que por obsceno se entiende “todo lo que ofende” como el baile erótico de una vedette “en posiciones que inducen a actos sexuales”, y por pornografía “todo lo que es explícito y no debería serlo”.
Hasta el Ministerio de Justicia ha opinado contra el mismo. La mejor respuesta es la autorregulación de los medios. Pero el problema no es la imposibilidad de fijar criterios estándares para ello sino el riesgo de que, con el pretexto de “sanear la prensa”, se pueda incluir todo lo que ofenda a gente como Belmont. Ejemplo: él me ha demandado ante la justicia por llamarlo “egocéntrico” en una columna en este diario en la que opiné sobre la salida de César Hildebrandt de RBC.
Camuflado con la buena intención de proteger a la niñez, el proyecto de Belmont constituye una nueva amenaza contra la libertad de expresión durante este gobierno –como el proyecto de ‘ley mordaza’ que hace menos de un año defendió Mercedes Cabanillas–, por lo que debe ser rechazado con energía.
Tras una exposición de motivos mediocre, el proyecto plantea un agregado al código penal para que se pueda condenar a entre dos y seis años de cárcel a los directores y editores periodísticos que lancen mensajes “obscenos o pornográficos”.
Aldo Estrada y Karina Beteta (UPP), Juan Carlos Eguren y Raúl Castro (UN), Freddy Otárola (PNP), Wilder Calderón (Apra), Rosario Sasieta (AP) y Víctor Mayorga (BP) fueron los congresistas que respaldaron el proyecto de Belmont, quien señala que su objetivo es “iniciar el saneamiento de la prensa”.
A primera vista, sería un proyecto necesario si se tiene en cuenta la existencia de alguna prensa lamentable que, en efecto, incurre flagrantemente en ese terreno, como algunos diarios chicha cuyas portadas son un asco. El problema es que el proyecto no tipifica qué entiende por obscenidad y pornografía, lo que se encuentra en una zona gris e indefinida.
Y vaya uno a saber qué puede estar en la cabeza de Belmont cuando piensa –es un decir– en obscenidad y pornografía. ¿A cuántos centímetros del ombligo de la bella Lucecita se podría considerar que el final de su minifalda se volvía objeto no solo del ‘deseo libidinoso’ sino de la obscenidad o de la pornografía según el canal RBC donde ella trabajó? Esa definición es tan absurda como cuando el congresista Castro dice que por obsceno se entiende “todo lo que ofende” como el baile erótico de una vedette “en posiciones que inducen a actos sexuales”, y por pornografía “todo lo que es explícito y no debería serlo”.
Hasta el Ministerio de Justicia ha opinado contra el mismo. La mejor respuesta es la autorregulación de los medios. Pero el problema no es la imposibilidad de fijar criterios estándares para ello sino el riesgo de que, con el pretexto de “sanear la prensa”, se pueda incluir todo lo que ofenda a gente como Belmont. Ejemplo: él me ha demandado ante la justicia por llamarlo “egocéntrico” en una columna en este diario en la que opiné sobre la salida de César Hildebrandt de RBC.
Camuflado con la buena intención de proteger a la niñez, el proyecto de Belmont constituye una nueva amenaza contra la libertad de expresión durante este gobierno –como el proyecto de ‘ley mordaza’ que hace menos de un año defendió Mercedes Cabanillas–, por lo que debe ser rechazado con energía.
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JAIME ESPEJO ARCE