Desde el mes de agosto del año pasado, se viene publicando, todos los días lunes, una pequeña tira cómica en Facebook que ha tenido una abrumadora acogida. De hecho, quizá ya han leído o escuchado acerca de este fenómeno local de las redes sociales, en El Comercio, La República o quizá en RPP. Si no, pregúntenle a cualquier adolescente que conozcan quién es el Pezweón y seguro les responderá algo así como “El pescadito del Face, pezweón”.
Se trata de un comic que parodia situaciones cotidianas que todos hemos vivido y escenarios risibles protagonizados por un pequeño “pez con un par de testículos rosados que nace de la boca de todos”, según su propia descripción en el Facebook. Como toda tira cómica, el Pezweón no aspira más que divertir al público, en este caso haciéndonos ver la comicidad de nuestros propios ridículos. Si alguna vez se ha resbalado en un piso recién trapeado, ha deshojado una margarita que le ha dicho que no o se le ha caído el helado del cono, haciéndose acreedor de una afectuosa llamada de atención (“¡Ya pezweón!”), es usted candidato para identificarse con este popular personaje.
La Dirección de Signos Distintivos del Indecopi, sin embargo, en una reciente decisión que ha causado revuelo entre los cibernautas, considera que el pequeño Pezweón es una expresión (gráfica y denominativa) contraria a la moral y las buenas costumbres (ver Resolución N° 015444-2009/DSD-INDECOPI del 9 de septiembre de 2009) y, por lo mismo, que no merece la protección que confiere el registro marcario para distinguir prendas de vestir, calzado y sombrerías. Literalmente sostiene que “el término WEON (…) hace referencia en el lenguaje coloquial a una expresión que proviene de la palabra huevón (…) en nuestro país se ha extendido en algunos sectores de la población el uso de este término como una palabra inapropiada y una forma grosera de calificar a personas como idiotas o cortas de entendimiento, razón por la cual no es empleada por lo regular como parte del habla socialmente aceptable de la población”.
El caso del pequeño Pezweón es llamativo e ilustrativo respecto a la diferencia de trato entre las libertades de expresión artística, política y comercial.
El Pezweón es, ante todo, una expresión artística. Todas las obras artísticas, cultas o populares, refinadas o vulgares, escritas o gráficas, no son sino expresiones de la forma como su intérprete ve el mundo y una manera de evaluar, positiva o negativamente, las sociedades en las que vivimos, y por lo mismo, como ejercicio de la libertad de expresión de su autor, merecen la máxima protección y la mayor tolerancia. Y es por ello que como obra artística, la Ley de Derechos de Autor confiere a sus creadores la más absoluta protección, aún cuando ésta no haya sido registrada. De hecho, han de saber que la propiedad intelectual sobre el libro de las aventuras del Pezweón sí fue admitida e inscrita en el Registro de Derechos de Autor del Indecopi, mientras que la marca comercial que comentamos no lo fue. Sólo un fascista podría apoyar un acto de Estado que pretendiera censurar una obra artística, prohibiendo, por ejemplo, la exhibición de una película en la cartelera porque muestra un desnudo, un robo o una opinión controvertida, o alguno de los programas “chistosos” sabatinos que inundan las señales televisivas porque presentan imágenes o bromas que a alguno le puedan parecer grotescas.
Del mismo modo, el ejercicio de nuestra libertad de expresión en el ámbito de lo político es prácticamente un derecho sacrosanto. Sería impensable censurar a Pedro Pablo Kuczynski por decir “cojudeces” o a Hernando de Soto por llamar “hijo de puta” a un amigo convertido en rival político, ambos en vivo frente de las cámaras.
Cabe preguntarnos entonces, ¿por qué cuando actuamos “comercialmente” y queremos vender algún producto nuestro discurso se convierte en sujeto de una fiscalización mayor que cuando actuamos “artísticamente” o “políticamente”? En las películas, los libros y la televisión vemos insinuaciones sexuales, lisuras y prácticas inmorales; en el discurso político local, la grosería y el insulto son recursos habituales; pero si esas mismas prácticas se asocian a la venta de un producto, de repente dejan de ser un tema anecdótico, chistoso o simplemente de mal gusto, para convertirse en una expresa prohibición legal. ¿Qué justifica que un cómico pueda eructar en la pantalla pero si lo mismo ocurre en un anuncio de 30 segundos se tenga que poner en marcha la maquinaria estatal para amordazar al anunciante? Si no lo creen pregúntenle a Sprite cómo fue sancionada por el Indecopi por decirnos las cosas como son: la gente eructa luego de tomar gaseosa (Expediente No. 031-2007-/CCD).
Daniel Farber (“Free Speech Without Romance: Public Choice and the First Amendment”. En: Harvard Law Review 554, 1992) ha tratado de explicar el por qué del trato diferenciado entre el discurso comercial y el discurso político. Sostiene que al ser la libertad de expresión política un bien público por partida doble (no hay manera de restringir el acceso a él y no se puede asociar a la compra directa de un “producto”), hay menos incentivos para producirlo, por lo que es menos probable que la sociedad se encuentre dispuesta a ponerle trabas. Otra aproximación desde la teoría de la Public Choice nos diría, más bien, que ambos tipos de discurso son pasibles de restricciones, cuando los beneficiarios de tal política son pocos: típicamente cuando hay oligopolios o monopolios y dictaduras.
Fuera de las teorías que podamos postular para intentar explicar esta diferenciación de trato, lo que resulta quizá más paradójico de la historia del Pezweón, es que haya sido la agencia gubernamental cuya misión es, en última instancia, promover una cultura abierta de competencia, sin restricciones artificiales al ingreso al mercado de ningún tipo (y menos del tipo que son jerárquicamente impuestas por el propio Estado), en la cual los innovadores triunfen sabiendo satisfacer las preferencias y gustos de los individuos. Al negar el registro de la marca solicitada, el Indecopi en buena cuenta castiga al creativo que ha sabido capturar la imaginación y sensibilidad del público, le encarece sus procesos comerciales en vez de facilitarle su desarrollo empresarial.
¿Y desde cuándo tiene el Indecopi o, para eso, cualquier entidad del Estado, la facultad de decirnos qué palabras son groseras e inapropiadas y que, por ende, no deben ser parte del habla socialmente aceptable de la población? ¿No deberíamos dejar que esa decisión recaiga en los consumidores? Si particularmente encuentras al pescadito en cuestión ofensivo, simplemente no compres sus gorras y polos, y déjanos a los demás decidir libremente qué es lo que a cada uno de nosotros nos gusta. ¿No es acaso la libertad de elegir el pilar sobre el que se estructura el mercado, pezweón?
Se trata de un comic que parodia situaciones cotidianas que todos hemos vivido y escenarios risibles protagonizados por un pequeño “pez con un par de testículos rosados que nace de la boca de todos”, según su propia descripción en el Facebook. Como toda tira cómica, el Pezweón no aspira más que divertir al público, en este caso haciéndonos ver la comicidad de nuestros propios ridículos. Si alguna vez se ha resbalado en un piso recién trapeado, ha deshojado una margarita que le ha dicho que no o se le ha caído el helado del cono, haciéndose acreedor de una afectuosa llamada de atención (“¡Ya pezweón!”), es usted candidato para identificarse con este popular personaje.
La Dirección de Signos Distintivos del Indecopi, sin embargo, en una reciente decisión que ha causado revuelo entre los cibernautas, considera que el pequeño Pezweón es una expresión (gráfica y denominativa) contraria a la moral y las buenas costumbres (ver Resolución N° 015444-2009/DSD-INDECOPI del 9 de septiembre de 2009) y, por lo mismo, que no merece la protección que confiere el registro marcario para distinguir prendas de vestir, calzado y sombrerías. Literalmente sostiene que “el término WEON (…) hace referencia en el lenguaje coloquial a una expresión que proviene de la palabra huevón (…) en nuestro país se ha extendido en algunos sectores de la población el uso de este término como una palabra inapropiada y una forma grosera de calificar a personas como idiotas o cortas de entendimiento, razón por la cual no es empleada por lo regular como parte del habla socialmente aceptable de la población”.
El caso del pequeño Pezweón es llamativo e ilustrativo respecto a la diferencia de trato entre las libertades de expresión artística, política y comercial.
El Pezweón es, ante todo, una expresión artística. Todas las obras artísticas, cultas o populares, refinadas o vulgares, escritas o gráficas, no son sino expresiones de la forma como su intérprete ve el mundo y una manera de evaluar, positiva o negativamente, las sociedades en las que vivimos, y por lo mismo, como ejercicio de la libertad de expresión de su autor, merecen la máxima protección y la mayor tolerancia. Y es por ello que como obra artística, la Ley de Derechos de Autor confiere a sus creadores la más absoluta protección, aún cuando ésta no haya sido registrada. De hecho, han de saber que la propiedad intelectual sobre el libro de las aventuras del Pezweón sí fue admitida e inscrita en el Registro de Derechos de Autor del Indecopi, mientras que la marca comercial que comentamos no lo fue. Sólo un fascista podría apoyar un acto de Estado que pretendiera censurar una obra artística, prohibiendo, por ejemplo, la exhibición de una película en la cartelera porque muestra un desnudo, un robo o una opinión controvertida, o alguno de los programas “chistosos” sabatinos que inundan las señales televisivas porque presentan imágenes o bromas que a alguno le puedan parecer grotescas.
Del mismo modo, el ejercicio de nuestra libertad de expresión en el ámbito de lo político es prácticamente un derecho sacrosanto. Sería impensable censurar a Pedro Pablo Kuczynski por decir “cojudeces” o a Hernando de Soto por llamar “hijo de puta” a un amigo convertido en rival político, ambos en vivo frente de las cámaras.
Cabe preguntarnos entonces, ¿por qué cuando actuamos “comercialmente” y queremos vender algún producto nuestro discurso se convierte en sujeto de una fiscalización mayor que cuando actuamos “artísticamente” o “políticamente”? En las películas, los libros y la televisión vemos insinuaciones sexuales, lisuras y prácticas inmorales; en el discurso político local, la grosería y el insulto son recursos habituales; pero si esas mismas prácticas se asocian a la venta de un producto, de repente dejan de ser un tema anecdótico, chistoso o simplemente de mal gusto, para convertirse en una expresa prohibición legal. ¿Qué justifica que un cómico pueda eructar en la pantalla pero si lo mismo ocurre en un anuncio de 30 segundos se tenga que poner en marcha la maquinaria estatal para amordazar al anunciante? Si no lo creen pregúntenle a Sprite cómo fue sancionada por el Indecopi por decirnos las cosas como son: la gente eructa luego de tomar gaseosa (Expediente No. 031-2007-/CCD).
Daniel Farber (“Free Speech Without Romance: Public Choice and the First Amendment”. En: Harvard Law Review 554, 1992) ha tratado de explicar el por qué del trato diferenciado entre el discurso comercial y el discurso político. Sostiene que al ser la libertad de expresión política un bien público por partida doble (no hay manera de restringir el acceso a él y no se puede asociar a la compra directa de un “producto”), hay menos incentivos para producirlo, por lo que es menos probable que la sociedad se encuentre dispuesta a ponerle trabas. Otra aproximación desde la teoría de la Public Choice nos diría, más bien, que ambos tipos de discurso son pasibles de restricciones, cuando los beneficiarios de tal política son pocos: típicamente cuando hay oligopolios o monopolios y dictaduras.
Fuera de las teorías que podamos postular para intentar explicar esta diferenciación de trato, lo que resulta quizá más paradójico de la historia del Pezweón, es que haya sido la agencia gubernamental cuya misión es, en última instancia, promover una cultura abierta de competencia, sin restricciones artificiales al ingreso al mercado de ningún tipo (y menos del tipo que son jerárquicamente impuestas por el propio Estado), en la cual los innovadores triunfen sabiendo satisfacer las preferencias y gustos de los individuos. Al negar el registro de la marca solicitada, el Indecopi en buena cuenta castiga al creativo que ha sabido capturar la imaginación y sensibilidad del público, le encarece sus procesos comerciales en vez de facilitarle su desarrollo empresarial.
¿Y desde cuándo tiene el Indecopi o, para eso, cualquier entidad del Estado, la facultad de decirnos qué palabras son groseras e inapropiadas y que, por ende, no deben ser parte del habla socialmente aceptable de la población? ¿No deberíamos dejar que esa decisión recaiga en los consumidores? Si particularmente encuentras al pescadito en cuestión ofensivo, simplemente no compres sus gorras y polos, y déjanos a los demás decidir libremente qué es lo que a cada uno de nosotros nos gusta. ¿No es acaso la libertad de elegir el pilar sobre el que se estructura el mercado, pezweón?
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