Por: Lizzi Cantú
Odio estornudar. Me parece un gesto maleducado, sucio y vulgar. Equivale a escupirle en formato aspersión a la gente que te rodea. Es como soltar una gran bomba de saliva, bichos y aire en los lugares más insospechados. Huele feo y suena mal. Interrumpe conversaciones y momentos solemnes y obliga a las víctimas a fingir cortesía ante la injuria. Estornudar es un acto violento socialmente aceptado. Que me recuerda que, aunque sea por una fracción de segundo, tengo el potencial de ser un desastre biológico.: «El aire expelido durante un estornudo viaja a unos sorprendentes ciento sesenta kilómetros por hora –dice un texto de la Universidad de Alabama– y arroja hasta cinco mil pequeñas gotas, que pueden ser propaladas hasta más de tres metros en un solo estornudo». La descripción invita a pensar en un arma de destrucción masiva que me recorre la nariz tres o cuatro veces al día. Tiemblo de miedo y asco. Eso, a diferencia del estornudo, no puedo controlarlo.
Estornudar estos días es un acto terrorista. En abril del 2009, las autoridades de México recetaron dosis urgentes de asepsia a las manoseadas relaciones interpersonales y declararon en cuarentena los besos y otras muestras confianzudas de proximidad y afecto. Desde entonces nos obligan a vivir en una hipócrita burbuja de pulcritud y civismo. En la televisión enseñan a estornudar de forma adecuada para prevenir el contagio del virus de la influenza. El director de un colegio en los Estados Unidos llama a este método el «estornudo de Drácula», porque el gesto evoca a la figura siniestra del conde de Transilvania.
No soy una estornudofóbica estacional. Lo del virus A1NH1 y la tan en boga fobia a estornudar en aeropuertos o fronteras por el riesgo de ser deportado o puesto en aislamiento, me parece embustero y transitorio. Exhalar con cuidado entre axila y codo no es otra cosa que el cálculo desesperado de quien evade un linchamiento en el elevador o en un vagón del metro. Disfruto con franqueza el disimulo quirúrgico con que intentan encubrir esas tempestades nasales que señalan la posibilidad de estar infectado con influenza porcina. Ahora todos titubean antes de expeler ante el prójimo la porquería que llevan dentro.
El mío es un odio antiguo y sincero. Desde que lo recuerdo, aprendí a estornudar pudorosamente hacia adentro. Democrática que soy, no sólo odio los estornudos ajenos sino los propios. Haré lo que sea para no traer uno más a esta tierra tan superpoblada de ultrajes a la urbanidad aún cuando me advierten que un día me explotará una vena en el cerebro. La última vez que estornudé en voz alta y hacia afuera fue en la ducha. Sólo ahí puedo permitírmelo, porque no tiene mayores consecuencias. Me rehúso a la tiranía de dejar al cuerpo tan en libertad a costa de las buenas maneras. Atrincherada hasta hace poco en el último resquicio de la guerra entre la fisiología y la civilización, sigo con fascinación el cambio en el balance de poder de esta geopolítica del estornudo. Poco a poco, los límites se redefinen y ese asqueroso hábito vuelve al lugar que le corresponde en la infamia. Tal vez en el futuro, pueda dedicarme a enseñar a otros a dominar el arte del estornudo reprimido.
Es tan violento el espasmo que se produce en el cuerpo cuando estornudas, que las griegas antiguas aconsejaban estornudar en cuclillas justo después del coito para evitar el embarazo. De haber vivido entonces, yo habría sido con certeza, la líder de la oposición a ese bárbaro método contraceptivo, no tanto por defender el derecho a la vida, sino por alentar la propagación de la práctica voluntaria e intencional del estornudo. En la era de las cruzadas habría sido la más comprometida guerrera contra los musulmanes, por tener un absurdo Dios estornudofílico: el Hadith de al-Bukhari indica que «a Alá le gusta el estornudo y le disgusta el bostezo, así que si alguien estornuda y después alaba a Alá, entonces es obligatorio que todo musulmán que lo haya escuchado diga: ‘Que Alá tenga misericordia de ti’». En el siglo XXI, mi fobia no es otra cosa que la rareza de una chica un poco freak que se pelea con el novio de turno por una manía absurda. Con uno, peleábamos cada dos por tres porque no se lavaba las manos después de estornudar. Y se atrevía a ponérmelas encima. Otro opinó con tristeza el día que supo mi secreto que lo nuestro nunca iba a funcionar porque su papá era un hombre grande que estornudaba estentóreamente en la mesa. (Publicado por Etiqueta Negra)
Estornudar estos días es un acto terrorista. En abril del 2009, las autoridades de México recetaron dosis urgentes de asepsia a las manoseadas relaciones interpersonales y declararon en cuarentena los besos y otras muestras confianzudas de proximidad y afecto. Desde entonces nos obligan a vivir en una hipócrita burbuja de pulcritud y civismo. En la televisión enseñan a estornudar de forma adecuada para prevenir el contagio del virus de la influenza. El director de un colegio en los Estados Unidos llama a este método el «estornudo de Drácula», porque el gesto evoca a la figura siniestra del conde de Transilvania.
No soy una estornudofóbica estacional. Lo del virus A1NH1 y la tan en boga fobia a estornudar en aeropuertos o fronteras por el riesgo de ser deportado o puesto en aislamiento, me parece embustero y transitorio. Exhalar con cuidado entre axila y codo no es otra cosa que el cálculo desesperado de quien evade un linchamiento en el elevador o en un vagón del metro. Disfruto con franqueza el disimulo quirúrgico con que intentan encubrir esas tempestades nasales que señalan la posibilidad de estar infectado con influenza porcina. Ahora todos titubean antes de expeler ante el prójimo la porquería que llevan dentro.
El mío es un odio antiguo y sincero. Desde que lo recuerdo, aprendí a estornudar pudorosamente hacia adentro. Democrática que soy, no sólo odio los estornudos ajenos sino los propios. Haré lo que sea para no traer uno más a esta tierra tan superpoblada de ultrajes a la urbanidad aún cuando me advierten que un día me explotará una vena en el cerebro. La última vez que estornudé en voz alta y hacia afuera fue en la ducha. Sólo ahí puedo permitírmelo, porque no tiene mayores consecuencias. Me rehúso a la tiranía de dejar al cuerpo tan en libertad a costa de las buenas maneras. Atrincherada hasta hace poco en el último resquicio de la guerra entre la fisiología y la civilización, sigo con fascinación el cambio en el balance de poder de esta geopolítica del estornudo. Poco a poco, los límites se redefinen y ese asqueroso hábito vuelve al lugar que le corresponde en la infamia. Tal vez en el futuro, pueda dedicarme a enseñar a otros a dominar el arte del estornudo reprimido.
Es tan violento el espasmo que se produce en el cuerpo cuando estornudas, que las griegas antiguas aconsejaban estornudar en cuclillas justo después del coito para evitar el embarazo. De haber vivido entonces, yo habría sido con certeza, la líder de la oposición a ese bárbaro método contraceptivo, no tanto por defender el derecho a la vida, sino por alentar la propagación de la práctica voluntaria e intencional del estornudo. En la era de las cruzadas habría sido la más comprometida guerrera contra los musulmanes, por tener un absurdo Dios estornudofílico: el Hadith de al-Bukhari indica que «a Alá le gusta el estornudo y le disgusta el bostezo, así que si alguien estornuda y después alaba a Alá, entonces es obligatorio que todo musulmán que lo haya escuchado diga: ‘Que Alá tenga misericordia de ti’». En el siglo XXI, mi fobia no es otra cosa que la rareza de una chica un poco freak que se pelea con el novio de turno por una manía absurda. Con uno, peleábamos cada dos por tres porque no se lavaba las manos después de estornudar. Y se atrevía a ponérmelas encima. Otro opinó con tristeza el día que supo mi secreto que lo nuestro nunca iba a funcionar porque su papá era un hombre grande que estornudaba estentóreamente en la mesa. (Publicado por Etiqueta Negra)
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JAIME ESPEJO ARCE