Por César Hildebrandt
Estoy con los caviares porque siempre serán mejores que los
coyotes que se les enfrentan. Porque no está mal pensar en la justicia
social y, por la noche, tomarse un buen vino. No es un pecado tener una vida
decente y desear que los demás también la puedan tener. El pecado es tener una vida decente y creer que los infelices que no la tienen se la han merecido por flojos, brutos, sucios e ignorantes.
Puede uno escuchar una ópera y aspirar a un mundo en el que
escuchar una sea un fenómeno de masas. ¿Ingenuidad?
Prefiero la ingenuidad a la lógica de los depredadores. Tener simpatía por los abusados y las causas aparentemente perdidas: eso es caviarismo militante. Leer a Carson McCullers tirado en una cama: eso es caviarismo en reposo. Lo que es de pésimo gusto es
creer que los privilegios basados en la explotación de
las personas y de los recursos deben ser defendidos a balazos. Y eso es lo que piensan los coyotes que odian a los caviares.
Pensar en la igualdad no es imaginar en mundo monocolor. Es
pensar, casi cristianamente, que todos tenemos derechos y que la condena de la pobreza no la
impuso el destino ni Dios ni el estricto azar sino que proviene de corregibles defectos del sistema social. Eso es caviarismo en su más pura esencia.
Viva el caviarismo que reflexiona sobre lo que pasaría si el
mundo invirtiera la décima parte de lo que gasta en armas en
aliviar las consecuencias de las hambrunas. Viva el caviarismo que
agita el tema del calentamiento global, negado por las petroleras y sus
matones escribidores.
Neruda era caviar.
Tchaikovsky era caviar.
Picasso era caviar.
Arthur Niller era caviar
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JAIME ESPEJO ARCE