Por: Patricia del Rio
La manipulación es un mecanismo perverso que se utiliza para
convencernos de algo. Nunca se manipula con pruebas o datos reales, sino
con estrategias que tuercen nuestra voluntad. Entre las tácticas más
comunes están: apelar a nuestros sentimientos, inculcarnos sentimiento
de culpa, crear un problema y después ofrecernos su solución,
convencernos de que la decisión a tomar es difícil pero inevitable, y
muchas más. Pocas cosas dan tanta cólera como descubrirse manipulado,
pero cuando esto ocurre suele ser demasiado tarde.
El caso de la salud
del ex presidente Fujimori es un clarísimo ejemplo que bien podría
estudiarse en cursos de psicología de masas o de estrategias políticas
(para no repetirlo, digo).
En primer lugar, la salud de una persona no depende del ánimo de la
opinión pública ni de cuánta pena o rabia nos dé el enfermo en cuestión.
Es un hecho comprobable, para el que se necesita convocar médicos
independientes que presenten un informe creíble. Y hasta ahora nada de
eso hemos visto. Están los familiares, las evaluaciones del Dr.
Aguinaga, su médico de cabecera, y las elucubraciones de sus seguidores,
todas personas que tienen legítimo derecho de estar preocupadas por
cómo ha evolucionado la enfermedad de Fujimori pero cuya opinión dista
mucho de ser confiable. Sobre todo si esta ha variado de manera tan
drástica que se vuelve inverosímil.
Hasta hace menos de un año, por ejemplo, el Dr. Aguinaga ni siquiera
era capaz de reconocer públicamente que el ex presidente Fujimori tenía
cáncer. Hablaba de tumoraciones y lesiones, y era muy tajante al
respecto. Hace pocos meses, en junio para ser exactos, el propio
Fujimori reconocía ante cámaras que no tenía cáncer terminal. Por eso,
Keiko podía argumentar, como lo hizo, durante toda la campaña, que de
ser elegida presidenta no indultaría a su padre, que iba a seguir
apelando legalmente su inocencia, que no echaría mano de la gracia
presidencial que le permitía sacarlo de la cárcel. Hasta lo juró. Todos
asumimos entonces que el ex presidente era una persona con la salud
quebrantada, pero nadie hablaba de peligro de muerte.
Una vez que salió elegido Ollanta Humala el discurso cambió
totalmente: Fujimori se convirtió en un paciente en fase terminal que
debe ir a morir a su casa. Nos revelaron su depresión, nos recalcaron
cuánto peso ha perdido, nos contaron que no quiere vivir, ni comer. La
familia, ante un cuadro tan pavoroso que descubrió de golpe, a pesar de
tratarse de uno de los enfermos de cáncer más monitoreados del Perú,
argumentó que ya no le importaba apelar al indulto, que lo obliga a
reconocer su culpabilidad, con tal de verlo libre.
¿Se está muriendo o no Fujimori? No lo sé, y usted tampoco, y para
el caso qué importa. Ese es el punto que debió estar clarísimo antes de
que nos preguntaran si queremos o no que lo excarcelen. Hoy, en cambio,
ya todo está mezclado, manoseado, manipulado y el ciudadano no puede más
que sentirse un desalmado si no apoya su liberación. Sobre todo en
Navidad, en que se supone debemos ser buenos y aprender a perdonar. La
mesa está servida.
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JAIME ESPEJO ARCE