Por. ROSA MARIA PALACIOS
El largo pleito de la PUCP y el Arzobispo de Lima entró en estas últimas semanas a un nuevo y previsiblemente penoso (por la tozudez de las partes) round. Penoso para mí, porque si hay dos instituciones a las que les tengo lealtad y cariño son a mi Universidad y a mi Iglesia. Asumir partido en un pleito así, es como pedirle a un niño que tome partido en el divorcio de sus padres. No es justo.
Lamentablemente, como en toda controversia, los adjetivos inapropiados y las acciones apasionadas han dejado de lado la búsqueda de la verdad y del bien. Esto, si bien es grave para una universidad privada que se proclama Católica en sus estatutos, lo es mucho más para quien representa a la Iglesia en la Diócesis de Lima. Las culpas de las autoridades universitarias perjudican únicamente a su comunidad universitaria, las culpas del Arzobispado desprestigian, y lo digo con gran respeto y pena, a toda la Iglesia.
No sé quién es el culpable de haber persuadido a Monseñor Cipriani respecto a los derechos de propiedad que, supuestamente, tiene sobre los bienes legados por Riva Agüero a la PUCP. Lo cierto es que él cree y defiende esa versión que no tiene asidero legal ni moral. Así lo expresó su representante en el año 2007, dando inicio a una acción de amparo que la PUCP jamás debió iniciar. La Junta de Administración instituida por Riva Agüero es una Junta de Administración de su testamento, un “albaceazgo mancomunado”, para usar las exactas palabras del difunto. Los albaceas no son propietarios, son administradores de la voluntad del testador y la ejecutan, tal como él dispone. Riva Agüero dispuso que los bienes que le legaba a la PUCP pasen a ser propiedad de ésta (sin carga alguna) a los veinte años después de su muerte. Y así se cumplió. No hay más que decir, salvo que el actual patrimonio de la Universidad está construido no solo sobre el generoso legado de Riva Agüero, sino sobre el trabajo y los aportes de miles personas: profesores, padres de familia y otros donantes. Como ex alumna y madre de dos alumnas, puedo dar fe de ello.
Mezclar el tema de la propiedad con requerimientos Vaticanos y títulos Pontificios es un despropósito. Aclarado el tema de la propiedad, debe decirse que hay pocas Instituciones Superiores en el país que obliguen a estudiar Teología a sus alumnos en todas sus facultades, mantengan un Departamento Académico y Biblioteca de Teología, tengan un activo Centro de Asesoría Pastoral y tengan, por Estatuto, participación de representantes de la Iglesia Católica en la Asamblea Universitaria, incluyendo a su Gran Canciller, el Arzobispo de Lima. Que el Rector se elija por la Asamblea es una disposición de la ley peruana que, por un Tratado, el Vaticano se obligó a cumplir en 1978. Si al Vaticano hoy no le gusta esta situación, que tiene más de 40 años sin resolver, puede quitarle a la PUCP el título honorífico de Pontificia y retirarse de toda vinculación con la Universidad, estando en su derecho. El nombre de “Católica” puede, de acuerdo a la legislación peruana, seguir usándose si así lo acuerda la Asamblea Universitaria.
Si ese fuera el desenlace. ¿Quién pierde y quién gana? Pierden los alumnos la vinculación con la Iglesia Católica, pero ésta pierde mucho más. ¿Por qué? Primero, porque aparece ante todos los católicos y no católicos como una institución codiciosa que aspira a tomar bienes ajenos, faltando públicamente y sin defensa posible, al décimo mandamiento; y, en segundo lugar, porque pierde un espacio privilegiado para el apostolado a través de los mecanismos que están instituidos y que funcionan bien para aquellos alumnos que, en uso de su libertad, quieren profundizar su fe. Yo agradezco muchísimo a mis profesores de Teología, brillantes sacerdotes que ya no están más con nosotros, por hacerme reflexionar sobre el sentido de mi religión. Sin ese diálogo fecundo entre ciencia y fe, no hay Universidad Católica posible. ¿Por qué la Iglesia arriesga más de 90 años de docencia católica en un mundo cada vez más laico?
Las lecturas de la misa dominical de hoy nos hacen reflexionar sobre la corrección fraterna. Espero que esta pueda prevalecer sobre los prejuicios y, que al final, sea el bien común, es decir lo mejor para la PUCP y sus estudiantes, lo que triunfe en este triste pleito entre hermanos.
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JAIME ESPEJO ARCE